LA HUELLA DEL CAMINO EN LA CIUDAD DE LEÓN.
Fernando Miguel Hernández.

La morfología urbana del casco histórico de gran parte de las ciudades y de muchos pueblos situados al norte del Duero es deudora del Camino de Santiago. La mayoría tuvo un origen romano, pero el Camino marcó y pautó en gran parte su crecimiento en época medieval. Recorrerlo por esos núcleos urbanos permite sumergirse en su historia y en la de sus gentes: adentrarse en sus calles, plazas y barrios, en gran parte surgidos al compás del impulso urbanístico de la peregrinación; conocer sus monumentos, unos religiosos y otros civiles, que manifiestan, respectivamente, la espiritualidad y el rango y poder de quienes los financiaron; cruzar las murallas y puertas que nacieron para defender y definir la ciudad frente al campo, y reconocer los cambios sufridos por la topografía originaria.

Es un camino histórico y ha dejado, como es intrínseco a la Historia, una huella tangible, pero el mismo transcurso del tiempo también ha puesto su peculiar marca en negativo y gran parte de sus trazas ya no existen o sólo quedan vestigios. El Camino contribuyó al crecimiento y desarrollo de la ciudad y ésta, o mejor sus habitantes, acabaron engulléndolo. Por eso, su huella es tanto la que permanece como la que se ha perdido. Y conocer el Camino significa comprender por qué se construyó lo que se conserva y por qué se destruyó lo que ha desaparecido. Este es el objetivo de nuestro trabajo.

Será un recorrido en el tiempo presente, pero acompañados del pasado medieval, en especial, y moderno; de aquél que permanece en pie o del que no queda nada salvo su memoria histórica. El Camino por León nos va a llevar desde un río hasta otro, desde el Torío al Bernesga, cruzando sendos puentes para entrar en la ciudad y para salir de ella; un hospital y la orden militar de San Juan de Jerusalén nos recibirán en la actual iglesia de Santa Ana y otro hospital y la orden militar de Santiago nos despedirán en el antiguo convento de San Marcos; accederemos a la ciudad antigua por la cerca medieval y la abandonaremos por la muralla romana, y en el transcurso, templos, palacios, calles antiguas estrechas y otras modernas ensanchadas por las que nos acompañarán las imágenes esculpidas o pintadas de los peregrinos y de sus santos protectores, presididos, naturalmente, por Santiago.

El objetivo que perseguimos en esta ocasión está guiado por la finalidad didáctica del Curso “Acercamos nuestro patrimonio al aula”. Por tanto, creemos que el Camino nos va a conducir por gran parte del casco histórico de León y nos va a mostrar algo de su historia más significativa. Nos permitirá conocer el espacio geográfico en el que se asienta la ciudad; analizar los recintos amurallados que delimitaron su crecimiento; comprender el nacimiento y desarrollo urbano de alguno de sus barrios; estudiar los grupos sociales y económicos que la habitaban, la monarquía, la nobleza, el clero y la burguesía, junto con las etnias judía y musulmana; describir las características artísticas de algunos de sus edificios, esculturas y pinturas y entender el significado de la iconografía de sus imágenes; explicar la religiosidad del peregrino, el significado de las reliquias que veneraba y las creencias de quienes le cuidaban y protegían; recordar las tradiciones y leyendas jacobeas; y, al mismo tiempo, podremos valorar el estado de conservación en que ha llegado hasta nosotros esta parte del patrimonio leonés integrada en el Camino de Santiago, que goza de la mayor protección legal que le cabe a una ruta histórica, pues, desde el año 1987, fue considerado por la Comunidad Europea “Primer Itinerario Cultural Europeo” y desde 1993, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

“Viene luego Mansilla, después León, ciudad sede de la corte real, llena de todo tipo de bienes”. Estas pocas palabras, pero precisas sobre su carácter regio y próspero, empleó el probable autor, Aymeric Picaud, del primer libro de viaje o guía del peregrino jacobeo, escrito hacia 1160: el Liber Sancti Iacobi o Liber peregrinationis (Guía, en Bravo, 1989, 7 y 23). Cuando avisa a los peregrinos sobre “los ríos buenos y malos” nos describe el interfluvio sobre el que se emplaza la ciudad:”el Torío, que pasa por León, al pie del castro de los judíos; el Bernesga, en la misma ciudad, pero por la otra parte, es decir, en dirección a Astorga” (Ídem, 29). Y les recuerda que entre los santos que no deben olvidar visitar están los restos de San Isidoro, conservados en su basílica:”A continuación se ha de visitar en León el venerable cuerpo de San Isidoro, obispo, confesor y doctor, que instituyó una piadosa regla para sus clérigos, y que ilustró a los españoles con sus doctrinas y honró a toda la iglesia con sus floreciente obras” (Ídem, 66).

Esta guía orientó los pasos de los peregrinos durante siglos, la mayoría anónimos para nosotros, salvo algunos, como el alemán Herman Küning von Vach en el siglo XV, el italiano Domenico Laffi en el XVII y el picardo Guillaume Manier a comienzos del siglo XVIII, quienes dejaron impresas su opinión y experiencias sobre la ciudad leonesa, sobre los albergues u hospitales que los acogieron y las limosnas que recibieron mientras cumplían con los rituales propios del romero. En 1949 se publicó una obra monumental que ha dirigido a los investigadores y a los viajeros del Camino Francés hasta hoy y, naturalmente, a nosotros: “Las peregrinaciones a Santiago de Compostela” de Luis Vázquez de Parga, José Mª Lacarra y Juan Uría Riu, tres investigadores ilustres y maestros de generaciones de historiadores españoles. Sus precisos datos serán enriquecidos con los estudios históricos posteriores de Justiniano Rodríguez, Carlos Estepa, Amando Represa, César Álvarez, Martín Galindo y otros, sin olvidar los trabajos de Antonio Viñayo sobre el Camino en León, todos ellos actualizados por las investigaciones arqueológicas recientes de Victorino García, Emilio Campomanes, Avelino Gutiérrez, Fernando Miguel y otros. Para seguir y trazar la huella física del Camino en León utilizaremos el plano histórico del Padre Risco del año 1792; para guiarnos por el antiguo recorrido por fuera de ella, cuando su entorno todavía era de prados y huertas, nos serviremos del plano de “Registros y Fielatos de León” del año 1825, obra del arquitecto Fernando Sánchez Pertejo (Alonso García, 1996, planos 43 y 73) y, por último, del plano de reconstrucción histórica realizado por César Álvarez para el siglo XV, en el que se recogen y se actualizan las informaciones cartográficas de los investigadores que se han ocupado del urbanismo del León medieval desde Sánchez Albornoz hasta hoy (Álvarez, 1992, 56 y 57).

Plano León 1825 Plano León 1792
Plano S. XV

Del Portillo a Puente Castro.

Desde lo alto de las superficies terciarias del Portillo, donde hubo un crucero que confirmaba el buen camino al peregrino, se divisa la ciudad de León. Está asentada sobre las terrazas fluviales bajas formadas a fines del cuaternario en el interfluvio que depositaron y después excavaron los ríos Torío, a los pies de la loma, y Bernesga. En ese rellano en suave pendiente hacia el sur y el oeste, los romanos emplazaron el campamento de la Legio VI Victrix, poco después de concluidas las guerras de conquista del emperador Augusto contra los cántabros y astures, hacia los años 15 ó 10 antes de la Era, tal y como han revelado las excavaciones arqueológicas de los últimos años (García, 2002 y Miguel y García, 1993). La Legio VII Gemina, a la que se refieren todos los estudios antiguos como la fundacional de la ciudad, se acuarteló aquí mucho después, hacia el año 74. Hasta este campamento llegaba una calzada romana, la vía número I del Itinerario de Antonino, denominada De Italia in Hispanias, que descendía, según Victorino García, no por la carretera actual sino más al suroeste, a través de una zona de relieve menos accidentado, desde, quizás, Valdelafuente hacia Puente Castro, cruzando la Avenida de San Froilán en las proximidades del cementerio de León en dirección hacia el barrio de la Lastra.

Al iniciar el descenso, el peregrino debe desviarse del camino original hacia la izquierda para salvar la “ronda sur” y la autopista a través de una pasarela, y observa a su derecha un crucero y a su lado, la Fuente del Portillo, constituida por un pilar cuadrangular rematado en un motivo piramidal y enmarcado por un amplio pilón rectangular para el ganado, que fue inaugurada, según reza su inscripción, en el año 1791, en tiempos de Carlos IV (González Flórez, 1980, 15). La fuente ya está seca, la cruz es de hormigón y ambas están desplazadas de su lugar original. El crucero antiguo, de finales del siglo XV, fue trasladado hacia mediados del siglo XX a la plaza de San Marcos, donde se conserva, y en el Portillo sólo quedaron los cinco peldaños de su pedestal (Vázquez de Parga, Lacarra y Uría, 1949, II, 241; en adelante Peregrinaciones, 1949, I y III).

El romero recorre la avenida de Madrid que cruza la localidad de Puente Castro. A partir de la iglesia de San Pedro del Castro, obra del siglo XVIII (emplazada donde estuvo la ermita de Santo Tomás de Canterbury) con espadaña de ladrillo, se desarrollaba el núcleo medieval, que tuvo un hospital para peregrinos al norte del puente (Rodríguez, 1969, 26, nota 30; Fernández Gómez, 1998, 50 y 61-62), ya desaparecido. A la altura del río, como mencionaba A. Picaud, contempla a su derecha La Mota, el antiguo Castro Iudeorum (Castro de los Judíos). Fue aljama, quizás, desde comienzos del siglo X (Rodríguez, 1969, doc.1) y con seguridad desde el año 1026, fecha de una de las diez inscripciones funerarias encontradas en su ladera, por donde se extendía la necrópolis, que está considerada como una de las más interesantes de España. La Mota tiene un emplazamiento estratégico, dominando el valle y controlando la vía y el puente próximos, por lo que parece que ya fue utilizado con funciones de vigilancia por los romanos, como lo acreditan los restos cerámicos (Gutiérrez, 1995, 249 y 250). El asentamiento medieval forma un otero en el escarpe que está protegido por taludes terreros y un foso de carácter defensivo.

Castro de los Judíos al fondo

La ubicación aquí de la comunidad judía demuestra que constituía una etnia segregada de los cristianos. El distanciamiento entre ellos se había acentuado desde los tiempos de la conversión del rey visigodo Recaredo y se recrudeció a causa de la colaboración de algunos hebreos con los invasores árabes y bereberes. La aljama de Puente Castro dependía del rey, al que pagaba un tributo que cedía a la Iglesia de León. Los judíos se dedicaban a explotar la tierra como propietarios y a la cesión de préstamos, actividad ésta que les permitió disfrutar de una posición económica mejor que la que tenía la mayoría de los cristianos. Debían constituir, según C. Estepa, el núcleo fundamental del judaísmo de la comarca. Aquí residieron hasta el año 1197, cuando el rey Alfonso IX donó el lugar a la Iglesia de León, mandó destruir la fortaleza (para evitar que cayera en manos enemigas, como había sucedido el año anterior, cuando fue conquistada por el rey castellano Alfonso VIII) y los debió obligar a asentarse en los arrabales meridionales de la ciudad, en los de Santa Ana-Santo Sepulcro y de San Martín, donde ya se documentan en el siglo XIII (Estepa, 1974,170).

En los últimos años, los profesores J.L. Avello y J. Sánchez-Lafuente están investigando arqueológicamente el Castro, desvelando su urbanismo, las viviendas y el utillaje doméstico del poblado. Aquí vivió, entre otros, Mar Ya`aqob, que fue “asesinado en la carretera de Sant-Yago” en el año 1026, según reza su lápida (Fernández Gómez, 1998,30; Rodríguez, 1969, 50).

Aunque los hebreos fueron expulsados, el núcleo de Puente Castro fue creciendo en torno a la parroquia de San Pedro del Castro, citada desde el año 1193, gracias a su vecindad con el puente, por el que seguían cruzando comerciantes y peregrinos. C. Álvarez señala que al menos desde 1434 Puente Castro quedó incorporado como un arrabal más de León (Álvarez, 1992, 70)

El peregrino se encuentra ya frente al Puente del Castro del río Torío. Cerca de aquí existía un puente romano, el que cruzaba la mencionada vía número I, que debía situarse unos 300 metros aguas abajo, próximo al cementerio actual, donde se ha descubierto un yacimiento romano, excavado en los años 2000 y 2001, que parece corresponder, según Victorino García, a una mansio o a un vicus viarius, es decir, a una posada o un pueblo, respectivamente, inmediatos a la calzada. En época medieval se construyó un nuevo puente aguas arriba del romano, del que subsisten un retazo de cal y canto, que han sido atribuidos, creemos que erróneamente, al puente romano (Fernández, Abad y Chías, 1988, 206). Ese puente medieval es citado reiteradamente en las fuentes históricas custodiadas en el Archivo Municipal (Álvarez, 1992, 84-88) y a él se refiere la pícara Justina en su viaje desde su pueblo de Mansilla de las Mulas a León en el año 1605: “…gentil antigualla de guijarro pelado, mal hecha…” (López de Úbeda, 1605 (1991), 260; en adelante, La Pícara).

Posibles restos medievales
del puente del Castro del río Torio
Puente del Castro actual

En los siglos del medioevo el rey regentaba los puentes y los viajeros que los cruzaran procedentes de fuera de la Corona de Castilla debían pagar un arancel de paso que gestionaba el concejo, aunque lo podía arrendar a particulares, y cuyos beneficios se destinaban al arreglo de los mismos, ya que sufrían serios daños por las casi periódicas avenidas. Los peregrinos, sin embargo, estaban eximidos de pagar estos peajes y podían circular libremente por todos los reinos, dado el carácter religioso de su viaje; las leyes siempre amparaban a los romeros (Peregrinaciones, 1949. 255-262).

El Puente del Castro actual es neoclásico y fue construido en el año 1773, durante el reinado de Carlos III, por el arquitecto Bernardo Miguélez, tras demoler el anterior, y se concluyó en 1778, según reza una inscripción en la entrada sur. Consta de diez bóvedas de cañón de sillería muy cuidada; las pilas tienen tajamares apuntados aguas arriba y semicilíndricos aguas abajo; las dos pilas centrales se elevan hasta el tablero y permiten la creación de un espacio (salón urbano) que incluye bancos; en ambos extremos se ensanchan los pretiles a modo de brazos abiertos, pretendiendo integrar el puente en la trama urbana. Está decorado sobriamente con remates geométricos y con parejas de leones en ambos extremos (sólo uno es original), que sustentan las inscripciones conmemorativas y lo protegen simbólicamente. (Fernández, Abad y Chías, 1988, 206-211).

Cruzado el puente, el peregrino sigue el camino por la calle Alcalde Miguel Castaño (periodista, diputado y alcalde socialista durante la Segunda República, fue fusilado en 1936) jalonada hoy de naves industriales y bloques de viviendas a la derecha y de prados a la izquierda, que han ocupado los pagos conocidos en los siglos bajomedievales como la Fuente del Lobo o las Eras de la Carrera (Álvarez, 92,71). Era una extensa superficie destinada a pradería y huertos, propiedad en su mayoría de las instituciones religiosas de la ciudad (el cabildo y monasterios de San Isidoro, San Claudio y Santa María de Carbajal), junto con ejidos del común, que incluían eras, de ahí, quizás, el topónimo.

La presencia de algunos molinos harineros y batanes para enfurtir los paños anunciaban al peregrino hasta el siglo XX la proximidad de la Presa Vieja o del Obispo (González Flórez, 1980, 25 y 26). Era la arteria que regó las tierras y movió los artilugios hidráulicos del este y del sur de la ciudad desde al menos el año 1123, fecha en la que la reina Urraca reconoció al obispo don Diego la potestad sobre ella, ya que éste la había mandado construir derivando el agua de la margen derecha del río Torío frente a Villaverde de Abajo, a unos diez kilómetros de la ciudad. La presa se regía por unas ordenanzas desde 1481, en las que se depositaba la autoridad sobre el buen uso de los riegos en un alcalde y un presero, hasta que en 1848 fueron sustituidos por un Tribunal de Agua. La actividad de esta presa, al igual que la de San Isidro (la otra gran arteria de la ciudad, que regaba las tierras occidentales y abastecía al convento homónimo, a los palacios reales de Enrique II de Trastámara y otras casas religiosas), llegó a su fin en 1923, cuando la Sociedad Aguas de León hizo una nueva captación más arriba y el agua empezó a escasear en verano, los cultivos fueron desapareciendo y los molinos cerrando.

La Presa Vieja había favorecido el surgimiento de un núcleo artesanal en el sur de la ciudad desde el medievo, pues junto a los molinos y batanes se instalaron forjas y alfares; su desecamiento significó también su ocaso. De cualquier manera, su final estaba anunciado desde que entró en servicio el ferrocarril en el año 1863, pues en el entorno de la estación, situada al oeste de la ciudad y al otro lado del Bernesga, emergió un nuevo foco de localización industrial, cuando León se incorporaba tímida y tardíamente a los aires de la modernidad.

En los arrabales meridionales

Zona actual de la Puentecilla.
Al fondo derecha, estaría San Lázaro.

Antes de cruzar la Presa Vieja, el peregrino se encontraba con otra reguera menor o acequia que desembocaba en ella, de la que ignoramos cuándo se abrió, pero que está reflejada en un plano de 1825. Suponemos que para salvar el obstáculo de estos canales fue necesario levantar algún pequeño puente. Y creemos que en torno a éste se construyeron algunas casas, que serían las primeras que se encontraban los romeros al llegar a León desde, al menos, comienzos del siglo XV, cuando ya se las denomina la Puentecilla (la Pontezilla). Debía ser una pequeña aglomeración rodeada de tierras de labor y de prados, que nunca llegó a ser denominada barrio y que carecía de parroquia propia, por lo que estaba adscrita religiosa y administrativamente a la iglesia y al barrio del Santo Sepulcro (Álvarez, 1992, 69 y 70). La mayoría eran casas de renta, propiedad del cabildo y de la compañía de Bachilleres de la iglesia catedral de León.

 

A partir de ahí, el Camino enfila recto hacia el corazón de la ciudad y el peregrino se encuentra inmerso en el actual barrio de Santa Ana, que toma el nombre de la iglesia próxima, aunque fue conocida en los siglos medievales como del Santo Sepulcro. En esa época, esta zona estaba precedida por el barrio de San Lázaro, de resonancias romeras, y las mencionadas casas de la Puentecilla. En torno a este tramo del Camino Jacobeo se había configurado desde la plena Edad Media, en gran medida gracias a su impulso, uno de los arrabales más importantes de la ciudad. Sin embargo, las condiciones de salubridad de esta zona meridional y extramuros de la urbe no eran buenas, pues las excavaciones arqueológicas muestran espesas capas cenagosas en los niveles medievales que indican la frecuencia de tierras encharcadas a causa de su emplazamiento en la vega fluvial y, consecuentemente, de la altura y superficialidad del nivel freático, además de por la vecindad de la Presa Vieja (Miguel, 1996, 176-178). Este carácter de humedal lo atestigua el término próximo de la “Laguna de San Lázaro”, registrado documentalmente desde 1289 (Álvarez, 1992, 66) y la opinión de la viajera pícara Justina cuando, al cruzar el barrio de Santa Ana en busca de una posada, nos dice: “…la mucha humedad del sitio, cuando llegase a la posada nos había de haber nacido berros en las uñas a mi y a la jumentilla.” (La Pícara, 1991, 265).

El barrio de San Lázaro, citado como tal en 1232 (Estepa, 1977, 138) era eminentemente rural, con muchos huertos, eras, prados e incluso viñas, entre los que había algunas casas y solares (Represa, 1969, 265), por lo que estaba poblado fundamentalmente por hortelanos, a los que se sumó el sector artesanal de los “capelleros”, unos menestrales textiles que elaboraban capas. Por eso, una parte de esta zona se denominaba “capellería”, tal y como lo denuncia la antigua calle “cal silvana a capellería” (actual calle Santa Ana). Este suburbio ofrecía al peregrino el primer hospital e iglesia de una ciudad, la leonesa, que tenía fama entre los romeros de estar dotada de muchas instituciones de albergue y hospitalarias (alberguerías y hospitales eran sinónimos en época medieval), de los que llegó a haber hasta diecisiete (Peregrinaciones, II, 1949, 253-254). El primer hospital dedicado a los peregrinos se había fundado en una fecha muy temprana, el año 1084, frente a la iglesia de Santa María, en un lugar que su promotor, el obispo Pelayo, no juzgó como el más adecuado para su función, por lo que su sucesor construyó, tan sólo ocho años después, otra alberguería fuera de la muralla romana, junto a la iglesia de San Marcelo, ésta sí a la vera del Camino Francés (Peregrinaciones, I, 1949, 296-298).

El primer hospital que encontraba el romero, del que no queda huella hoy , era el hospital de San Lázaro. Estaba dedicado a los leprosos, incluido los peregrinos, y a los enfermos de cualquier mal contagioso, y disponía de una iglesia o ermita atendida por un prior. Esta leprosería, que ya es citada desde el año 1164 (Estepa, 1977,136), contribuyó al surgimiento del suburbio. Estaba regentada por el cabildo y subsistía, como sucedía a la mayoría de las alberguerías del Camino Francés, gracias a las donaciones y limosnas que le habían concedido los reyes desde mediados de siglo XIII; más tarde, eximieron a ésta del pago de impuestos (Álvarez, 1992, 68 y 69). El edificio debía constituir una casa-corral, con una fuente para su mantenimiento (Ídem 174) y tenía una calle interior, a la que se referían como “rua nova que llaman de los leprosos”, en 1316 (Represa, 1969, 265, nota 61). En este lazareto, situado por razones sanitarias en los márgenes de la ciudad, la pícara Justina conversó con una leprosa que pedía limosna a la puerta de la iglesia tañendo unas tabletas para hacerse oir. Su opinión sobre el pequeño templo tampoco fue positiva: “Quise entrar a hacer oración, mas vi unos altarcitos y, en ellos, unos santitos tan mal ataviados, que me quitaron la devoción” (La Pícara, 1605 (1991), 261).

San Lázaro era un barrio marginal y para gente marginada. Un poco más adelante de la leprosería se encontraba el Rollo de la ciudad y unas casas de placer, a las que alude nuestra pícara recomendando irónicamente que “ningún leonés honrado puede decir a su mujer ¡vete al rollo!” (Ídem, 263). Las picotas u horcas en piedra (parte de los restos de la de Santa Ana se han descubierto recientemente) saludaban a todos los viajeros a la entrada de la mayoría de las ciudades españolas, pero no era un lugar que provocara repulsión sino que, al contrario, era costumbre sentarse en sus gradas a conversar e incluso se reservaban las plazas, tal y como relata Sebastián Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Española, en 1611 (Covarrubias, 1943, 913). Es probable que el rollo leonés de Santa Ana (cuyo nombre se conserva en una calle localizada donde estuvo) coincidiera con el que la documentación bajomedieval denomina, quizás eufemísticamente, “poyal de San Lázaro” en 1427(Álvarez, 1992,69).

Al otro lado de la calle jacobea, se encontraba el hospital de Jerusalén y del Santo Sepulcro, más tarde denominado hospital de don Gómez. Se menciona por primera vez en el año 1123, y estaba destinado a los peregrinos y transeúntes. Esta alberguería perteneció inicialmente al cabildo catedralicio (por eso, en ocasiones también se llamó hospital de Santa María) y a los parroquianos de la iglesia del Santo Sepulcro, pero desde 1394 pasó a depender exclusivamente del comendador de la Orden y rector de la parroquia (Peregrinaciones, II, 1949, 245-248; Álvarez, 1992, 67). El edificio sería, probablemente, de dimensiones modestas, como la mayoría de los de la ciudad, salvo el de San Marcos, y tendría, posiblemente, menos de doce camas. Como todos los hospitales jacobeos estaría protegido por los monarcas con la concesión de inmunidad, por lo que nadie podía entrar en él por la fuerza ni dañar sus heredades. Los peregrinos eran recibidos amablemente por un hospitalero, que anotaba sus pertenencias; se les lavaba los pies, dando cumplimiento cristiano de hospitalidad y caridad; comían la ración de pan y vino, junto con verduras y carne según las posibilidades económicas de la institución, y se acostaban en lechos de madera, siempre separados los hombres de las mujeres, en los que disponían de sábanas, manta y almohada; una misa diaria en la capilla del hospital, atendida por el rector de la iglesia del Santo Sepulcro, permitía a los romeros recibir los sacramentos. Normalmente, la estancia era de una jornada, salvo en caso de enfermedad. (Peregrinaciones, 1949, I, 281-399).

Retornando al camino, el peregrino se encuentra y se encontraba en el corazón del barrio del Santo Sepulcro, hoy llamado barrio de Santa Ana, el arrabal por antonomasia de León. Había ido creciendo a extramuros de la cerca medieval por el impulso del Camino Jacobeo y porque acogía el Mercado Mayor (también llamado del Santo Sepulcro o mercado de la Vega), que se situaba al noreste. En él había una actividad comercial y artesanal permanente: rejas, aperos de labranza y aceite se citan en el siglo XIV (Álvarez, 1992, 66) y aves, hortalizas y vacas en el siglo XV (García, Nicolás y Bautista, 1992, 41, nota 72). Durante la décimotercera centuria fueron incorporándose al barrio numerosos judíos procedentes del Castro, que se asentaron en gran parte en la “cal Silvana” (que tomó el nombre de la familia judía Silván, hoy calle Santa Ana), que unía los dos barrios de menestrales, el de San Martín, situado más al norte, y el del Santo Sepulcro. Zapateros, carpinteros, herreros, peleteros, panaderos, albañiles, a los que se unirán en el siglo XVI los alfareros, junto a judíos prestamistas, se mencionan entre los artesanos del barrio (Represa, 1969, 265; Álvarez, 1992, 66 y 67). Este suburbio representaba la última fase de la expansión urbana medieval y habrá que esperar hasta casi la segunda mitad del siglo XIX para que León reciba nuevos impulsos que alteren su fisonomía tradicional, siempre a medio camino entre rural y artesanal.

La iglesia del Santo Sepulcro, en la actualidad, iglesia de Santa Ana, presidía el barrio. Con el consenso de los vecinos del burgo franco, había sido fundada por la reina Urraca, quien había encomendado al capellán de San Martín, un franco llamado Teobaldo, que construyera un templo bajo la advocación del Santo Sepulcro, destinado a cementerio de peregrinos, el cual fue donado en 1122 a la Orden del mismo nombre, y en algún documento se le denomina como de la Orden del Santo Sepulcro de Santa Ana (Fernández y Merino, 1990, 179-184). Se convirtió en parroquia en el año 1204 (Álvarez, 1992, 67). Después del siglo XV pasó a pertenecer a la Orden de San Juan de Jerusalén (Ídem, 244 y 245), cuyas cruces griegas patadas presiden la fachada occidental y la puerta meridional

Las primeras Órdenes Militares, la del Temple de Salomón, la del Hospital de Jerusalén y la del Santo Sepulcro, fueron orientales y nacieron en el contexto de las cruzadas en relación a la defensa y mantenimiento del culto de la primera ciudad santa de la cristiandad, Jerusalén. A partir del siglo XII, se implantaron en los reinos cristianos hispanos al servicio de la peculiar cruzada peninsular contra los infieles (la que los cronistas oficiales llamaron “reconquista”), el Islam de al Andalus, y como segundo objetivo, en relación con las peregrinaciones y la protección y hospitalidad de los romeros (Pagarolas. 1996, 43-47). Algo después, en la segunda mitad del siglo XII se fundaron las Órdenes Militares hispanas: la Orden de Santiago, la más ligada a la peregrinación y la que más contribuyó al fomento de la romería compostelana, y las de filiación cisterciense, encabezadas por la Orden de Calatrava (Alcántara, Avis, Montegaudio, Santa María de España, Montesa y Cristo) (Ayala, 1992). En la ciudad de León están presentes tres de las más importantes: la de Santiago, en el convento de San Marcos, y las dos mencionadas, del Santo Sepulcro y de San Juan de Jerusalén.

La Orden del Santo Sepulcro parece que fue una creación de Godofredo de Bouillon, el líder de la primera cruzada que conquistó Jerusalén en 1099, y alcanzó su definitiva institucionalización en 1122 (Pagarolas, 1996, 36). Encargados de la custodia del templo del Santo Sepulcro de la Ciudad Santa, sus miembros, milites Crhisti (soldados de Cristo), renunciaban a las propiedades privadas, estaban sometidos a los tres votos monacales y seguían la Regla de san Agustín. La Orden se asentó preferentemente en los reinos cristianos del nordeste peninsular (Cataluña, Navarra y Aragón) y su temprana presencia en León hay que relacionarla con el matrimonio, después anulado, de la reina leonesa y castellana, Urraca, con el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador, quien fue el mayor protector de las Órdenes Militares internacionales en la península Ibérica, a las que legó su reino al morir sin herederos directos. Desde 1489 la Orden del Santo Sepulcro quedó absorbida por la de San Juan.

Por su parte, la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén hunde sus raíces a mediados del siglo XI, cuando los mercaderes de la ciudad italiana de Amalfi establecieron en Jerusalén un monasterio y una iglesia junto al Santo Sepulcro, bajo la advocación de San Juan Bautista (que quedará incorporado al nombre de la Orden), y un gran hospital para peregrinos, que definirá su función esencialmente asistencial y hospitalaria, de la que deriva su apelativo de Orden Hospitalaria. En una fecha imprecisa, se produce una refundación a cargo del considerado "padre" de la Orden, Gerardo, aunque no estará constituida oficialmente hasta el año 1120 (Pagarolas, 1966, 36). Su difusión por el este hispano se debe a la fuerte alianza con la monarquía aragonesa.

Por otro lado, la devoción y culto de Santa Ana fue de desarrollo tardío y efímero en el mundo occidental. Surgió por la controversia sobre la concepción inmaculada de María. La madre de la Virgen era la protectora de la artesanía textil, una tarea tradicionalmente ligada a la mujer y a las madres, además de auxiliadora de los torneros, escultores, orfebres, navegantes, mineros y lavanderas (Giorgi, 2002, 26). Su veneración en León fue introducida por los sepulcristas y en su templo alcanzó gran fervor durante el siglo XV. Se constituyó una cofradía de Santa Ana, con tanta aceptación que se convirtió en la titular del templo, denominado exclusivamente Santa Ana a partir del siglo XVI.

Iglesia de Santa Ana
Iglesia de Santa Ana

La iglesia de Santa Ana es el primer templo que se encuentra el peregrino del siglo XXI en la ciudad de León. No conserva nada de la iglesia fundacional del Santo Sepulcro, porque fue íntegramente reformada en el siglo XV en estilo gótico y modificada en gran parte en estilo barroco clasicista tras un incendio ocurrido a principios de siglo XVIII (Fernández y Merino, 1990, 204). Estos cambios no le restan interés, sobre todo porque es uno de los escasos ejemplos del gótico en la ciudad y porque conserva unos singulares esgrafiados mudéjares en sus paredes. El exterior ofrece una fachada austera con un arco de medio punto entre pilastras, sólo ornada por una cruz griega patada de la Orden Hospitalaria y una inscripción que recuerda su factura en el siglo XVIII; sobre ella se yergue una bella espadaña de ladrillo, con dos cuerpos decorados con pilastras, también erigida después del incendio. Al sur, hay un pórtico, reconstruido recientemente, que guarnece una puerta de arco de medio punto, decorada con otra cruz de la Orden. El interior del templo tiene una planta basilical rectangular de tres naves y dos tramos, del gótico final, separadas por arcos formeros apuntados que apoyan en pilares cuadrangulares carentes de decoración, y un transepto no marcado en planta que está definido por un arco de medio punto de amplia luz, quizás construido con posterioridad a las naves. La cabecera es recta al exterior, y tiene un presbiterio amplio y rectangular, jalonado por dos ábsides constituidos en la prolongación del transepto, al que se abren a través de arcos de medio punto. El artesonado mudéjar que cubría las naves fue sustituido por una viguería sencilla y el del crucero por una cúpula dieciochesca, cuyas pechinas llevan cuatro medallones con la cruz de la Orden de San Juan. En las paredes del transepto y prologándose hacia el interior de los ábsides laterales se conserva una decoración de pintura mural mudéjar con técnica de esgrafiado y motivos vegetales, datada en el año 1557; recientemente descubierta, constituye un ejemplar único en la ciudad.

Cruces patadas de la orden de San Juan de Jerusalén de la iglesia de Santa Ana.

 

San Lázaro
San Roque

El templo conserva tres esculturas ligadas estrechamente a la peregrinación a Santiago: dos están en el retablo mayor, una imagen de bulto redondo de San Lázaro y un relieve de Santiago Caballero en su coronación, y otra, un San Roque, que se custodia en la sacristía aunque está prevista su instalación en las naves del templo. San Lázaro, cuya imagen, como sugiere Fernando Llamazares, es probable que procediese de la iglesia del hospital desaparecido, es el patrón de los leprosos y también de los mendigos, sepultureros y panaderos (Réau, 1997, 231-233); viste atuendo de peregrino, con bordón sencillo en la mano izquierda y zurrón en el costado derecho sostenido por una cuerda cruzada sobre el pecho, y nos muestra una llaga en su pierna derecha adelantada. Santiago Caballero o Santiago Matamoros blande su espada en la mano derecha, con la capa al viento, aplastando bajo los cascos de su caballo a nueve infieles y a otros dos equinos, todos dispuestos en escorzos violentos y contrapuestos, mostrándonos su iconografía habitual desde que Santiago contribuyera milagrosamente al éxito de las huestes cristianas del rey Ramiro I en la legendaria batalla de Clavijo (Sureda, 1999, 99-104). La escultura de San Roque es de pequeñas dimensiones pero completa iconográficamente: vestido de peregrino, porta bordón con una calabacilla, está tocado con un sombrero decorado con las llaves de su peregrinación a Roma y le acompaña un perrito que le ofrece un mendrugo de pan en la boca.

Santiago Matamoros, en el retablo mayor.

Después de visitada la iglesia, el romero actual sigue la calle Barahona y accede al recinto amurallado por puerta Moneda, abierta en la cerca medieval. Es el recorrido jacobeo principal y el incuestionable históricamente. Sin embargo, en los siglos pasados podía optar, aunque no sería lo habitual, por seguir en dirección norte por la actual calle Santa Ana, debía cruzar el mercado mayor por la Cal Silvana (hoy Santa Ana) y dejaba a su izquierda el Prado de los Judíos, hasta cruzar la puerta Cal de Moros, abierta también en la cerca medieval, y llamada de Santa Ana en el siglo XVIII (plano de Risco, de 1792); visitaría la iglesia de San Martín, accedería al viejo recinto romano por la puerta de Arco Rege y desde ahí llegaría a la catedral.

 

Calle Barahona, antigüa Calle Real
Calle Barahona, antigua Calle Real

Antes de llegar a puerta Moneda, el peregrino, que actualmente transita por la calle Barahona, llamada desde el siglo XIV Calle Real, cruzaba el barrio Falcón (Álvarez, 1992, 71-72), mencionado desde comienzos del siglo XIII (1201). Constituía un pequeño núcleo de casas, algunas adosadas a la cerca, entre huertos y solares.

Todo el arrabal que ha recorrido el peregrino, compuesto de diferentes núcleos casi rurales (la Puentecilla, San Lázaro, Santa Sepulcro y Falcón) acabaron englobándose en una unidad desde al menos el año 1402, llamada barrio de Santa Ana (Álvarez, 1992, 72), nombre que se popularizó y que ha llegado hasta hoy.

El romero se encuentra ahora con la primera, aunque no la más antigua, muralla de la ciudad: la cerca medieval que protegió la expansión del burgo al exterior del antiguo recinto campamental romano. Consta de dos muros: uno exterior, más bajo, llamado antemuro o barrera, de 4 metros de alto y casi dos

Cerca Medieval
Cerca Medieval.

de ancho y otro interior, de seis metros de altura y tres de anchura, ambos con adarve y parapeto almenado, aunque éstos se conservan en pocos tramos y en gran parte están restaurados; y entre ambos, una liza o paseo de ronda de casi cuatro metros de luz (Gutiérrez, 1995, 239 y 248). Esta cerca, excepcional en España, describe un trazado poligonal al sureste y oeste del recinto romano, desde la Torre Cuadrada hasta la calle Ruiz de Salazar, y refleja el crecimiento artesanal y comercial de la ciudad protagonizado por la burguesía desde el siglo XI, además de la mejora de su fortificación, reclamada reiteradamente por los reyes. La obra fue financiada por todos sus habitantes sin excepción, clérigos y laicos, tanto de la ciudad amurallada, como de los arrabales y alfoz (Álvarez, 1992, 44), a pesar de las quejas de la iglesia y de la misma Orden del Santo Sepulcro. Se instituyó un pago llamado “renta de los muros”, al que se añadió un gravamen a la entrada de vino en la ciudad para poder concluirla. La obra se prolongó desde finales del siglo XII, construyéndose inicialmente en tapia (murus terre), hasta mediados del siglo XIV, periodo en que culminó su reforma íntegra en una fábrica más sólida de encofrado de cal y canto y algún sillar (calce et lapidabus), como se observa en la actualidad (González Gallego, 1977).

Al lado de la cerca y próximo a la puerta, el romero se encontraba en los siglos medievales con un crucero (del que no queda huella), citado en el año 1199 (Represa, 1969, 259, nota 41), que le confirmaba el buen camino.

El peregrino cruza Puerta Moneda, que es mencionada por primera vez, junto a la vecina Puerta Gallega, en ese año de 1199 (Represa, 1969, 256), y es una de las nueve puertas que se abrieron en la cerca. Fue destruida en el año 1868 (Eguiagaray, 1969, 89 y 91), casi al tiempo que las restantes de la cerca, en los años en que los aires de la modernidad industrial llegaban a una ciudad, cuyos ciudadanos y regidores no fueron capaces -tampoco lo consiguienron en la mayoría de las ciudades españolas- de que convivieran la expansión urbana y su salubridad con el respeto y conservación de sus antiguas murallas, a las que el siglo XX considerará monumentos. No se conoce una descripción íntegra de la puerta, salvo algunos datos: debía tener un arco apuntado y disponer de rastrillo; sabemos que a mediados del siglo XIX estaba coronada por una estatua de Carlos III del año 1759, fecha de su advenimiento al trono (Cuadrado, 1855, 369); según J.M. Villanueva tenía una “hornacina con la Virgen de la Victoria, actualmente en la iglesia del Mercado“(Villanueva, 1980, 10).

En el Burgo y la Rúa

Restos de Puerta Moneda

Ya en el interior del recinto amurallado, el peregrino se encuentra en el seno del barrio de Nuestra Señora del Camino o del Mercado, surgido por el impulso directo de los francos, artesanos y comerciantes (no debe entenderse el término francos exclusivamente como sinónimo de franceses, sino en el sentido más extenso de hombres libres), desde finales del siglo XI, quienes llegaron atraídos por la urbe regia. Los primeros menestrales se asentaron al sur de la "ciudad vieja" (el recinto comprendido por la muralla romana), en torno a la iglesia de San Martín y al Mercado Mayor; los nuevos, en su mayoría francos, se establecieron al occidente de ese núcleo y a lo largo de la ruta de entrada, siguiendo una línea general a casi todas las ciudades de peregrinos, como es el caso de Pamplona (Vázquez, Lacarra y Uría,1949,I, 469-478), donde configuraron un vico francorum, ya citado en el año 1092 (Risco, 1787,t. XXXVI, ap. XXXV). Como constancia de su pujanza, se erigió aquí una iglesia bajo la advocación de Santa María, mencionada por primera vez en la “esquisicio” (indagación de las propiedades pertenecientes al rey en el barrio de San Martín) del año 1097. Aquel sustrato mercantil, integrado por el viejo barrio de San Martín y el nuevo Vico, conformaron un Burgo Novo, como ya se le denomina en 1114 (Represa, 1959, 255), opuesto a la ciudad monacal y palatina del siglo X, constituyendo una "auténtica ciudad extramuros"(Estepa, 1989, 65).

Este nuevo burgo tuvo en sus comienzos grandes espacios vacíos, en particular en el núcleo de Santa María, que progresivamente se fueron densificando, pero nunca -se cree- llegaron a ocupar todo el espacio a espaldas de la iglesia, donde "pudo quedar una gran calva para plaza y mercadillo como único resto de la primitiva área de separación" (Represa, 1969, 255 y Rodríguez, 1969, 212), quizás, con un perímetro menor que el actual de la Plaza del Grano. Ese mercadillo se cita por primera vez en el año 1179 (Represa, 1969, 255).

El camino de Santiago era la arteria principal del barrio de Santa María y lo recorría desde Puerta Moneda hasta Puerta Cauriense. Se le llamó inicialmente “rua francorum”, pero poco después “caminus sancti Jacobi”, “camino francisco” y “camino per hu van a Sanctiago”. El aumento progresivo de artesanos y su proceso de agremiación favoreció su agrupación en áreas concretas y empezaron a dar nombre al tramo de calle donde se concentraban, como los reunidos en la calle Puerta Moneda, citada en 1265, por la abundancia de monederos y cambistas (Represa, 1969, 259, nota 41 y Represa, 1954,19), seguida al norte de la calle Herreros, en época medieval llamada "Frenería", donde vivían numerosos freneros.

Calle Herreros, antigua Frenería.

Aunque en el barrio de los francos menudeaban los propietarios civiles durante el siglo XII -algunos de ellos boni homines importantes en el concejo-, fue creciendo el número de poseedores eclesiásticos en las centurias siguientes, al igual que en los nuevos suburbios de Renueva y Santo Sepulcro, pero nunca fueron predominantes, al contrario de lo que sucedía en la Ciudad Vieja. En cambio, la propiedad regia y de la alta aristocracia fue declinando. En concreto, en la calle Frenería el cabildo catedralicio tenía doce casas, la mayoría, aunque modestas, eran de planta baja y alta; muchas disponían de corrales y pozos y algunas tenían una fragua, un obrador, un pajar y establos (Fernández Flórez, 1984,107-109).

A mediados del siglo XVI, en la parroquia de Santa María del Camino ya había una amplia presencia de personas que no tributan, procedentes del clero, grandes señores y caballeros. Entre el resto predominan los artesanos, en particular los zapateros y en menor medida tejedores y sastres; junto a ellos, algunos carpinteros, caldereros y cuchilleros (Fernández Vargas, 1968,46 y 47). La calle Puerta Moneda es una de las zonas preferidas por los zapateros, la mitad de sus vecinos (Martín Galindo, 1959, 39 y nota 2). A mediados del siglo XVIII, a juzgar por las respuestas generales anotadas en el Catastro del Marqués de la Ensenada, el perfil sociológico del barrio era "pobre: obreros y modestos artesanos", con las excepción de los marqueses de Inicio, que vivían en la Plaza del Mercado. Entre los obreros, siguen sobresaliendo los tejedores y los sastres, junto con los carpinteros y ensambladores; sin embargo, el gremio de los zapateros ha quedado reducido a dos (Martín Galindo, 1959, 94).

 

Iglesia de Santa María de Camino
o del Mercado.

La iglesia de Nuestra Señora del Camino o del Mercado es uno de los templos arquitectónicamente más interesantes de la ciudad porque en su fábrica, recientemente restaurada, exhibe con nitidez su evolución constructiva y sus continuas reformas. Una torre campanario clasicista erigida por Felipe Cajiga en 1598 saluda al peregrino. Bajo ella, un pórtico de la misma época, que da acceso a parte de la portada románica del templo del siglo XII. El interior conserva la ordenación original en tres naves con pilares compuestos, rehechos en el siglo XVII, quizás al mismo tiempo que se elevan los muros colaterales para dar más luminosidad; se conservan los ábsides románicos laterales mientras que el principal fue modificado en el siglo XV y más tarde, a comienzos del siglo XVIII, se le añadió un camarín para el culto a la Virgen (Rivera, 1982, 159 y Llamazares, 1984, 110). La proximidad de la torre debió justificar que se conservara el primer tramo de los pies de la nave, cubierto con bóvedas de crucería del siglo XV (Merino, 1974, 236). En el retablo barroco de la nave sur se conserva una escultura de San Roque, uno de los santos camineros por antonomasia: fue peregrino a Roma en el siglo XIV, santo antipestoso y patrono de marineros (de ahí, quizás, el exvoto de un barco velero situado en el pórtico), canteros, empedradores y protector de los animales (Réau, 1998, 147-151). La imagen nos lo muestra vestido de peregrino con zurrón en su costado derecho, tocado con sombrero alto decorado con las llaves cruzadas que indican su peregrinaje a Roma y dejando ver una llaga ulcerosa en su pierna derecha, mientras un perro se alza sobre sus patas para entregarle un mendrugo de pan que lleva en la boca, único alimento que le sustentó mientras, aislado en un bosque, curaba su enfermedad contagiosa. El exterior del templo conserva vanos de ventana y puertas de estilo románico, ornadas con ajedrezados, junto con los dos ábsides semicirculares de las naves colaterales, que están decorados con canecillos alusivos al pecado del mundo, como el de la mujer contorsionista desnuda.

Canecillo de la Contorsionista.
San Roque en la iglesia del Mercado


 

 

 

 

 

A espaldas de la iglesia, se extiende la Plaza de Santa María del Camino, llamada del Mercado o del Grano a partir del siglo XVIII porque en ella se celebraba el mercado del pan y, entre otras actividades, se pregonaban las ordenanzas de los pesos y medidas, de caza y pesca, de los zapateros, curtidores, etcétera. En época bajomedieval se la conocía como Plaza del Pan y eran frecuentes las bodegas, que funcionaban como tabernas vendiendo vino y, en ocasiones, pan (Álvarez, 1992, 103); también se citan en el siglo XV tiendas de cesteros y correoneros (García, Nicolás y Bautista, 1992, 53). Hay un crucero erigido, según la tradición, en el lugar donde se apareció la Virgen un nueve de febrero, que sirvió de rollo o picota de la ciudad (Villanueva Lázaro, 1980, 46). En el centro, se levanta una fuente alegórica sobre los rios Torio y Bernesga, obra de Isidro Cruela en 1789.

 

Convento de las Concepcionistas.

La calle Herreros finaliza abriéndose a una pequeña plaza presidida por el primer palacio nobiliar que encuentra el peregrino en la ciudad de León: el convento de las Concepcionistas, donde conviven la arquitectura gótica de su fachada palaciega y el clasicismo herreriano del templo, conjuntados por el patrocinio de una de las dos grandes familias nobles de la ciudad, los Quiñones, que ostentaban el título de condes de Luna, otorgado por Enrique IV, desde el año 1462. El convento, que pertenece a una comunidad de monjas franciscanas concepcionistas, integrada por miembros de familias de alto linaje de la ciudad y buena posición económica, fue fundado en el año 1512 por doña Leonor de Quiñones y su hermano Fr. Francisco, cardenal de Santa Cruz, hijos de los primeros Condes de Luna, Diego Fernández de Quiñones y doña Juana Enríquez. Su madre, hija del primer conde de Alba de Aliste, había dejado a Leonor, entre otras posesiones, su palacio, en el que se asentó después la comunidad (Bravo, 1935, 10-12 y 36-38), del que subsiste la portada, del siglo XIV. Está situada entre torres cuadrangulares, dispone de una vano adintelado sobre el que voltea un arco apuntado que guarece, a su vez, otro trebolado, todos enmarcados por un alfiz apeado en bustos de leones; sobre el conjunto vuela un corredor mudéjar de madera, único y excepcional en la arquitectura de la ciudad, que está pintado con follajes y escudos de armas, unos, reales y otros, del conde de Alba de Aliste (Gómez Moreno, 1925, 291). En el año 1578 la capilla del palacio, donde celebraban sus cultos las religiosas, se hundió y don Alonso de Quiñones, sobrino de los fundadores, se ofreció a construir una nueva iglesia a cambio de que el convento reconociera su patronazgo sobre ella. La obra la trazó su arquitecto de confianza, el trasmerano Ribero Rada, y fue ejecutada a partir del año siguiente por su aparejador Diego de la Hoya, (Rivera, 1982, 122-127). Su pureza de líneas y su desnudez decorativa, salvo los escudos decorados con los veros de los Quiñones, reflejan el clasicismo de influencia herreriana.

 

Primer tramo de la calle la Rúa,
con las alineaciones del siglo XX.

A partir de la Plaza de las Concepciones, el romero se adentra en una calle cuyo nombre mantiene resonancias camineras: calle la Rúa, simplificación de la “rua francorum” a partir de avanzado el siglo XIII, cuando disminuyó el número de peregrinos extranjeros. En el siglo XV se denominó Rúa Mayor y acogía buen número de mesones y posadas (García, Nicolás y Bautista, 1992, 49). Tal y como han desvelado las excavaciones arqueológicas, el trazado de esta calle se corresponde con el de una vía romana.

La primera mitad de la calle La Rúa, que en el primer tercio del siglo XX se denomina calle Alfonso XIII, ha perdido su morfología histórica. Su anchura actual y el alineamiento de fachadas, en concreto el de su costado izquierdo, son el resultado de la política urbanística de ensanches interiores y nuevos planes de alineación de calles emprendida por el Ayuntamiento desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX en la ciudad de León, con la que se pretendía adecuar los cascos históricos a las nuevas necesidades del tráfico, y en cuya aplicación chocaron el interés público defendido por el organismo municipal con el particular de los propietarios de las casas de la calle (Reguera, 1987, 111-138). El retraimiento de las fachadas del lado izquierdo se comprende bien observando en la cabecera de la iglesia de las concepcionistas la línea original que tenían las casas antiguas, de las que subsiste el recuerdo en algunas portadas y escudos que conservan los nuevos edificios. Esta remodelación comenzó en 1908 y concluyó a principios del siglo XXI, con la casa blasonada. El primer edificio que encuentra el peregrino fue construido por el prestigioso arquitecto leonés Juan Crisóstomo Torbado (información oral de Juan Carlos Ponga) y conserva una portada clásica con arco de medio punto y entablamento, que pudo pertenecer al edificio original preexistente, manierista o neoclásico. La casa que ostenta el escudo barroco fue de la familia de los Obregón, pequeña nobleza citada en la ciudad entre los siglos XVII y XVIII (Cimadevilla, III, 2, 2001, 492-494). Localizado entre ambas casas, se conservaban los restos del palacio de Enrique II de Trastámara, un edificio mudéjar concluido en el año 1377, que fue decorado, a petición del monarca, por alarifes granadinos, de cuyo oficio sólo se conservan algunas piezas de gran belleza en el Museo de León. La biografía de este palacio estuvo estrechamente vinculada con las instituciones de la ciudad, pues su uso palaciego fue escaso: el rey Carlos I lo convirtió en cárcel pública en el siglo XVI; en la siguiente centuria fue Pósito de granos de la ciudad, sede de las dos salas de la Audiencia y vivienda de los corregidores, para acabar siendo cuartel y fábrica de tejidos en el siglo XIX. Pero, como si la sombra de su promotor, un rey bastardo y fratricida cuyo ascenso al poder dividió a los leoneses, hubiera condicionado su destino, empezó su demolición en 1882 y acabó hace tan sólo varios años, acompañada del silencio administrativo y la indiferencia de los ciudadanos, a pesar de haber sido el único palacio real que conservaba la ciudad y que había llegado, aunque maltrecho, al siglo XXI, después de haberse perdido el de Ramiro II en Palat del Rey y el de Fernando I junto a San Isidoro.

Espacio que ocupaba el palacio de Enrique II de Trastámara.

El deterioro urbanístico de la primera mitad de la calle La Rúa culminó en torno a la década de los cuarenta del siglo pasado con la construcción de viviendas militares anejas al Gobierno Militar y en lo años sesenta con el hotel Conde Luna que añadieron un desmesurado volumen y verticalidad a sus edificios y desdibujaron de manera brutal la morfología urbana histórica de esta calle. Las últimas edificaciones que se adecuaron a la nueva alineación se construyeron en los años setenta y en los albores del siglo XXI.

A partir de ahí, La Rúa recobra su estrechez antigua y el sabor de una vía mercantil y bulliciosa. Cuando el peregrino se encuentra a la altura de la bocacalle Conde Rebolledo (antiguamente llamada Tripería, y que discurre paralela al costado sur de la muralla romana) que arranca a su derecha, debe tener en cuenta que el final de ella recibe el nombre de calle Azabachería, una denominación íntimamente ligada al peregrinaje. Los azabacheros eran los artesanos que elaboraban las conchas, imágenes-insignias con motivos santiaguistas, bordoncillos, amuletos como las higas y otro tipo de abalorios fabricados en azabache, en estaño, plomo o cobre, con los que los peregrinos decoraban el bordón, el sombrero y la esclavina, y en los que confiaban como protectores para su viaje (Peregrinaciones, I, 1948, 134-137) o veían en ellos bondades curativas de raigambre secular, en particular, los fabricados en el negro y puro lignito. Las primeras referencias a los azabacheros en León datan siglo XIV y debieron alcanzar un mayor desarrollo en el siglo XVI, a juzgar por las impresiones que nos transmite el viajero Antoine de Lalaing, quien acompañaba como chambelán a Felipe el Hermoso en el año 1501: “La ciudad es muy bella y bastante grande y mercantil. La mina de azabache está bastante cerca, y así ganan mucho dinero con los rosarios y Santiagos que allí hacen, pues la mayoría de los que compran los peregrinos en Santiago están hechos en León” (Casado y Carreira, 1985, 112). Aunque la apreciación del noble flamenco es exagerada a juzgar por la contrastada primacía artesanal del núcleo azabachero de Santiago y la incontestada calidad de las minas de Asturias (en particular, de la zona de Villaviciosa), lo cierto es que los azabacheros son relativamente frecuentes en la ciudad en los siglos XVI y XVII y tan numerosos como los joyeros y plateros, tal y como acredita la documentación histórica (Miguel, 1997, 129). En su mayoría se concentraban en esta zona de la ciudad y en torno al barrio de San Martín, “donde solían vivir y viven” reza un documento de 1686 (Ídem), hasta el punto que constituyeron la cofradía gremial de Santa Isabel, con sede en la iglesia de San Martín.

Fachada del desaparecido hospital de San Antonio.

Cerca ya del final de La Rúa, cuyo último tramo se denominaba en el siglo XV calle Ruviana o Buhara (Represa, 1969, 258 y 259), los romeros encontraban a su izquierda, atravesando hoy la actual calle Teatro, el hospital más popular entre ellos y el segundo más importante de la ciudad: el hospital de San Antonio, que estaba situado al lado de la iglesia de San Marcelo, entre ésta y el Ayuntamiento, en el lugar que ocupa la calle actual Legión VII. Así, al menos, se lo recomendaba el peregrino alemán Hermann Küning von Vasch a fines del siglo XV: “A las II millas está León, una ciudad no muy pequeña. En ella encuentras bastantes hospitales. Ve al de Sant Tonges (San Antonio), bastante bien arreglado. También están allí pendientes las enseñas de Sant Iago” (Casado y Carreira, 1985, 63). El viajero Guillaume Manier lo aconseja para los peregrinos que regresan de Santiago, como hizo él en el año 1726, y del que nos cuenta lo siguiente: “(…) tras mucho andar encontramos a un cura que por fortuna era uno de los administradores del hospital de San Antonio, precisamente el que buscábamos…. Y nos hizo acostar sobre una cama de tabla, envueltos en mantas podridas, donde reposamos muy bien. El 22 nos dieron a cada uno media libra de pan como desayuno. Pasamos allí el día con dos peregrinos…Después pasamos la noche en el hospital” (Ídem, 64). Este hospital se llamó inicialmente de San Marcelo, al que ya hemos hecho alusión, y fue fundado por el obispo Don Pedro hacia 1096 al lado del Camino para atender a los pobres y a los peregrinos (“domum que fieret in hospicio pauperum et peregrinorum”, (Peregrinaciones, II, 1949, 255), dependiendo en su administración de los abades de la iglesia vecina; hacia 1531 cambió su nombre por hospital de San Antonio, pasando su gestión a ser autónoma; en el siglo XVII, se le agregó el de Don Gómez, y se amplió construyéndose una nueva portada, que tenía una hornacina con una escultura de Santiago, cuya imagen se conservó en fotografías antiguas. Se abandona a finales del siglo XIX y fue demolido entre 1920 y 1930 (Rivera, 1982, 223, nota 29).


Plaza de San Marcelo: Ayuntamiento e iglesia de San Marcelo.

Hoy no queda huella del hospital, pero sí los dos monumentos que lo abrazaban, el Ayuntamiento y la iglesia de San Marcelo, ambos de estilo clasicista con la marca de su autor, el arquitecto Ribero Rada. El Ayuntamiento, que se asienta sobre el mismo solar que ocupaba el edificio medieval, lo inició en 1584 y estaba concluido cuatro años después (Rivera, 1982, 215-225). En cambio, la obra del templo, en la que participaron la mayoría de sus aparejadores mientras Ribero trabajaba en la catedral de Salamanca, tardó cuarenta años en acabarse, desde 1588 hasta 1628 (Ídem, 147-157) y hasta la Pícara Justina se hizo eco de esta demora:”(…) que es una iglesia que ha años que está comenzada a hacer de por amor de Dios, y porque no se acabe tan buen amor, no se acaba la obra” (La Pícara, 1605 (1991), 278). Al edificio original del Ayuntamiento, pertenecen únicamente los siete primeros tramos con órdenes clásicos superpuestos de la arquería norte y los cinco de la este a partir de la esquina en la calle Legión VII; el resto lo construyó en la década de los setenta del siglo pasado por Luis Menéndez Pidal, ocupando el espacio del Teatro Municipal (Rivera, 1982, 223, nota 29). La iglesia de San Marcelo, cuya fundación se remonta a principios del siglo IX y la restaura el obispo Don Pedro en el año 1096, custodia en una arcas del altar mayor unas reliquias relevantes: los restos del santo patrón leonés, el centurión Marcelo, y de sus hijos. Según la tradición cristiana, el legionario Marcelo fue el difusor del cristianismo en la ciudad, sufrió el martirio en Tánger en el año 298, de donde fueron trasladados sus restos a León en el año 1493 (González, 1943, 91-94). Además de tres extraordinarias tallas de Gregorio Fernández, el peregrino puede contemplar aquí una excelente imagen de San Roque en un altar lateral.

La entrada en el antiguo recinto romano

A la salida de la calle la Rúa, el peregrino abandona el espacio histórico del burgo, delimitado por la cerca medieval, y desemboca en la entrada del viejo recinto romano (la “ciudad vieja”), enfrente del lugar donde se levantaba la llamada Puerta Cauriense en época medieval, documentada desde el año 950, y que correspondía con la porta principales dextra del campamento romano. Esta puerta fue destruida cuando se inició la construcción de la Casa de los Guzmanes en el año 1560 (Díaz-Jiménez y Molleda, 1906, 33). Este es un punto crucial del Camino de Santiago a través de la ciudad leonesa. Hasta el año 1168, según Armando Represa y en contra de la opinión de Uría Ríu, “el Camino bordeaba la ciudad, pero no penetraba”y desde Puerta Cauriense se dirigía a enlazar con la Rúa Nova que conducía al puente sobre el Bernesga (hoy calle Renueva; el enlace lo sitúa a la altura del cruce con la calle Padre Isla). En esa fecha, el rey Fernando II permitió que el camino de peregrinación entrara por la ciudad vieja en dirección hacia San Isidoro a través de la actual calle del Cid (Represa, 1969, 255, nota 30 y 259, nota 41; Martín, 1995, doc. 89).

Cuando el peregrino todavía se encuentra en la plaza de San Marcelo contempla dos monumentos que compiten en belleza y volumen: el palacio de los Guzmanes, a su derecha, obra señera de la arquitectura renacentista de mediados del seiscientos y, a su izquierda, la Casa Botines, edificio de estilo historicista del año 1891 de Antonio Gaudí, uno de los contados encargos que el famoso y genial arquitecto catalán aceptó fuera de su tierra, y que fue muy influyente en la arquitectura leonesa desde comienzos del siglo XX. Si la amistad de su padre con el obispo Grau de Astorga le había arrastrado a iniciar el Palacio Episcopal en 1889, que poco después abandonó disgustado, en esta ocasión, fueron las relaciones comerciales entre los empresarios leoneses del textil y de la banca, Simón Fernández y Mariano Andrés, con la compañía de Eusebio Güell, el adinerado mecenas del arquitecto y proveedor de los comerciantes leoneses, las que condujeron a Gaudí a la capital leonesa. El edificio lo diseñó con estética historicista neogótica (aparejo almohadillado rústico, arcos trilobulados, torrecillas en las esquinas) a la que incorpora algún detalle del naciente modernismo (rejería) y lo distribuyó para la función múltiple que le reclamaron sus promotores: negocio de tejidos y banca en la planta baja y semisótano y viviendas en las cuatro plantas restantes. Como le sucedió en Astorga, tampoco los ingenieros y arquitectos leoneses entendieron, atenazados por su visión conservadora, su arquitectura de vanguardia (la concepción de planta libre sin muros de carga en las plantas bajas, el empleo de pilares de hierro y el vuelo tan pronunciado de las torres) y Gaudí siempre guardó un sabor amargo de su estancia en León. En el año 1929 el inmueble fue adquirido por el Monte de Piedad y Caja de Ahorros de León, pero ni el destino bancario ni el nombre propio de sus antiguos dueños quedaron grabados en la memoria de los leoneses, quienes siguieron llamando al edificio “casa Botines” en recuerdo del apellido, deformado en el lenguaje cotidiano, del comerciante catalán asentado en León desde el segundo tercio del siglo XIX, Juan Homs y Botinás, de quien habían sido empleados y después socios los señores Fernández y Andrés. Sólo cabe un reproche a este monumento: su volumen y vecindad con el palacio de los Guzmanes no enriquece a ninguno de los dos.

El Palacio de los Guzmanes es una de las obras más destacadas de la arquitectura civil renacentista de la ciudad y de la provincia de León. Fue mandado construir por el ilustre comunero Ramiro Núñez de Guzmán en el año 1558 y fue proyectado por el prestigioso arquitecto Rodrigo Gil de Hontañón, de ahí sus semejanzas con el palacio Monterrey de Salamanca y la universidad de Alcalá de Henares, aunque la ejecución fue dirigida, según Javier Rivera, por su aparejador, nuestro ya conocido Ribero Rada (Rivera, 1982, 174-182). La viajera Justina alabó esta casa-palacio de la familia noble más poderosa de la ciudad, los Guzmanes, marqueses de Toral y señores de Aviados: “Fuimos por las casas de los Guzmanes, que es un paso forzoso. Estas me parecieron una gran cosa….Ahora me dicen están muy mejorados y muy ricamente adornados los dos lienzos de casa, con ricos balcones dorados, en correspondencia de muchas rejas bajas y altas de gran coste y artificio, de lo cual resulta una gran hermosura, acompañada de una grandeza y señorío trasordinario, anchurosas salas, aposentos ricos, vigamento precioso, cantería y labor costosa y prima. Hermosa casa, a fe” (La Pícara, 1605 (1991), 384-385). De la fachada comenta: “(…) dos selvajes de cantería que están a los dos lados del balcón, que están sobre la portada principal, en cuyo frontispicio está un epitafio o letrero, el cual, al dicho de los que le entienden, es tan verdadero como bravato”. Nuestra pícara hace alusión aquí a la cartela que recoge una máxima de Cicerón: “Ornanda est dignitas domo; non ex domo dignitas tota quaerenda” (la dignidad debe adornar a la casa; no toda la dignidad debe buscarse por la casa).

Palacio de los Guzmanes.

 

El edificio está compuesto de tres cuerpos: el bajo, ocupado por ventanas enrejadas; el medio, con balcones rematados por frontones triangulares o de segmento curvo, y el superior, con una galería o “paseador” con los vanos enmarcados por pilastras corintias; y remata en gárgolas. Las torres de los extremos fueron reconstruidas en el siglo XX. La escasa decoración sólo se concentra en la portada, defendida simbólicamente por los dos guerreros. Quizás, la zona más bella, aparte del patio interior, sea el ángulo sureste, que está calado con tres balcones decorados con la superposición canónica de órdenes clásicos, donde el arquitecto utiliza recursos de esviaje para conseguir la sensación de profundidad óptica. Numerosos escudos hacen ostensible el poder de los Guzmanes.

El peregrino se encuentra ya en una de las calles más comerciales y vivaces de la ciudad: la calle Ancha. Con este nombre la designaron los vecinos de León cuando vieron el resultado del ensanche interior de la vieja vía Ferrería de la Cruz, que se superpone, además, a uno de los ejes del campamento romano, el cardo maximus. Los primeros proyectos de alineación se presentaron en 1865 y empezaron a ejecutarse en la década siguiente, aunque el expediente no se aprobó definitivamente hasta 1899 (Reguera, 1987, 116). La antigua calle medieval se ensanchó por el lado sur ya que en el costado norte era obligado respetar el palacio de los Guzmanes y el de su vecino, el palacio del marqués de Villasinda. Esta casa pertenecía a una familia de la segunda rama de los Quiñones que estaba emparentada con los Quirós asturianos, como muestran los escudos que decoran profusamente su fachada, situada en el callejón del Cid, y en las dos torres conservadas en la calle Ancha (el cuerpo entre las torres es obra de principios del siglo XX y se levantó después de que un incendio arrasara esta parte del palacio). El promotor y arquitecto de esta obra son desconocidos, pero a juzgar por el estilo manierista, se supone que fue construido por el arquitecto Juan Ribero entre los años setenta y ochenta del siglo XVI, poco después del de los Guzmanes (Rivera, 1982, 198).

Calle Ancha.
Palacio de Villasinta.

Capilla del Santo Cristo.

La calle Ancha es en su conjunto un monumento de arquitectura historicista, ecléctica y modernista, estilos con los que se quería identificar la naciente burguesía que se había enriquecido con las desamortizaciones y la proclamación de la capitalidad de la provincia (Serrano, 1993, 20-22). Las nuevas casas plurifamiliares están firmadas por los arquitectos más prestigiosos de finales del XIX y principios del XX: Juan de Madrazo y Kuntz (farmacia Merino, de 1871, el edificio más antiguo, neoplateresco), Arsenio Alonso Ibáñez(edificio de viviendas, nº 17, de 1885, neoclasicista), Juan Crisóstomo Torbado (edificio de viviendas, nº 12, de 1902, entre el neoclasicismo y el modernismo ) y Manuel Cárdenas Pastor (edificio de viviendas nº 8, de 1903, con diversos apuntes eclécticos y modernistas), entre otras (Algorri, Boto, Cañas y González, 2000, 58-65). Pero el monumento que más atrae al peregrino es la Capilla del Cristo de la Victoria, situada al inicio de la calle. Es una obra neorrománica (reproduce la fachada de la puerta del Perdón de la basílica de San Isidoro), realizada por Demetrio de los Ríos a partir de 1886, al tiempo que trabajaba en la restauración de la catedral, en el lugar donde la tradición situaba la casa del centurión Marcelo. El oratorio original tenía un atrio, una sacristía y un corral trasero que con la realinenación de la calle quedó reducida a una capilla de poco fondo. Estuvo abandonada hasta que fue reacondicionada el 23 de junio de 1944, volviendo a colocar el retablo con la imagen del Cristo de la Victoria, obra gótica de los siglo XIII-XIV, con la que se celebraba la victoria de la fe que representó el martirio de Marcelo y sus hijos. Desde esa fecha, cada 24 de junio la Corporación leonesa, patrona de la capilla, acude con sus galas, maceros y músicos a escuchar misa en la misma calle y sólo permanece abierta esa jornada y el día 5 de octubre, fecha en la que se conmemora la festividad del patrón de la ciudad (Pastrana, 2002, 75-78).

Catedral de Santa María

En la catedral

Al final de la calle Ancha, el peregrino llega a la catedral de León, la iglesia de Santa María de Regla, la pulchra leonina. Su monumentalidad (68 metros de altura en la torre sur), armonía ideal y la belleza de sus vidrieras (casi 1800 m2)deslumbran al viajero y le transportan a un ambiente especial, desmaterializado y espiritual, la Jerusalén Celeste que buscaron los ideólogos y promotores del nuevo arte gótico. La obra se inició hacia 1243 por el obispo Nuño Álvarez (Valdés y otros, 1994, 57-60) o hacia 1255 por el obispo Martín Fernández y el decidido apoyo del rey Alfonso X (Gómez Moreno, 1925, 220; Lambert, 1990, 229 y Boto Varela, 1995, 117) y estaba concluida, salvo la parte alta de las torres, hacia el año 1303. Se reconocen las semejanzas en planta con la catedral francesa de Reims y en alzado con las catedrales galas de Chartres y Amiens, así como en las portadas monumentales e historiadas, consiguiendo como ninguna otra catedral española la conquista del muro calado y la desmaterialización espacial.

El solar sobre el que se erigió el templo catedralicio tenía hondas raíces históricas: las termas romanas del campamento, que se reacomodaron como palacio, iglesia y panteón regio prerrománico y sobre las que se erigieron dos templos románicos. Sin embargo, esos fundamentos históricos constituyeron un desigual apoyo de la obra gótica y provocaban desplomes y grietas, sobre todo en el hastial sur. Por eso, la catedral reclamó continuas intervenciones desde finales del siglo XIV hasta el XVIII, que dieron origen a la leyenda del topo que minaba los cimientos, al que alude ya la Pícara Justina (“el topo que impidía aquel edificio”) (La Pícara, 1605 (1991), 275). El peligro de ruina era tan inminente que se hizo urgente su restauración integral a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX (González-Varas, 1993), empresa que se convirtió en el proyecto más ambicioso y complejo técnicamente de la Europa de su tiempo. Se consiguió mantener el monumento pero a costa de dotarlo de una nueva imagen historicista, propia de la época de los trabajos (quitándole elementos renacentistas y barrocos, como una cúpula, añadiéndole recreaciones goticistas en sus fachadas oeste y sur, que se inspiraron en el hastial norte, calando el triforio con nuevas vidrieras, sustituyendo muchos de sus sillares y vidrieras), que nunca había tenido y que ningún peregrino había contemplado hasta el pasado siglo XX.

La catedral que existía en el siglo XII y que pudo contemplar Aymeric Picaud cuando viajaba por los reinos cristianos para elaborar su Liber Peregrinationis, no suscitó su atención, quizás porque era una vieja iglesia maltrecha, a pesar de sus reformas románicas. Sin embargo la visita del templo actual es inexcusable para el peregrino, no sólo por su belleza sino por las múltiples imágenes jacobeas que reúne e incluso por la huella que han ido dejando en sus muros los caminantes piadosos que le precedieron, además de poder venerar aquí las reliquias de San Froilán, el patrono de la diócesis de León, aquel ermitaño del valle de Valdorria y después promotor de la repoblación interior durante el siglo X (monasterio de Moreruela de Tábara) que ocupó la cátedra episcopal de León entre el año 900 y el 905 (Prado, 1994, 89-92). El peregrino encuentra numerosas imágenes del apóstol Santiago el Mayor como peregrino en todos los soportes posibles (piedra, madera, plata, pinturas sobre tabla y vidrieras) con una iconografía cambiante al compás de los siglos; otras representaciones ilustran su traslatio legendaria desde Oriente hasta Galicia; hay esculturas y pinturas de algunos santos protectores de la peregrinación, como San Roque y San Cristóbal, ademá de unos romeros del medioevo.

Ante la fachada occidental de la catedral el peregrino se encuentra, por primera vez en su recorrido por la ciudad, frente a frente ante la representación del personaje cuya vida y, sobre todo y sorprendentemente, su leyenda, le convirtieron en el motor, en el medio o en el instrumento de uno de los fenómenos religiosos, culturales, socieconómicos y urbanísticos que han marcado y construido en gran parte a Europa: Santiago el Mayor y el Camino de Santiago, o mejor, los Caminos a Compostela. Santiago fue hijo del pescador galileo Zebedeo, hermano mayor de San Juan el Evangelista, y, junto con Pedro y Andrés, uno de los primeros apóstoles de Jesús, de donde le sobrevino el epíteto de el Mayor. De acuerdo con la tradición oriental, se supuso que había predicado la fe en Siria y en Judea, y que cuando regresó a Jerusalén, en el año 44, había sido decapitado por orden de Herodes Agripa. En cambio, la tradición española, que contradice la leyenda palestina, sostiene que el apóstol Santiago habría viajado a España para difundir el Evangelio, en Zaragoza se le habría aparecido la Virgen en lo alto de una columna de jaspe (la Virgen del Pilar) y, después de su martirio, sus seguidores habrían trasladado su cuerpo hasta Galicia en una barca guiada por un ángel (Réau, 1998, t. 2, v.5, 169-170). Casi seiscientos años de silencio documental sobre la supuesta presencia de Santiago en España y la absoluta ausencia de culto demuestran que no hubo tal viaje (Sotomayor, 1979, 150-156). La primera mención, recogida en el Breviarium apostolorum, escrito, al parecer, hacia el año 600 fue instrumentalizada por el monje Beato de Liébana para apoyar sus tesis frente al arzobispo toledano Elipando en el conflicto religioso del adopcionismo durante el siglo VIII, que en el fondo encubría una lucha por la preeminencia de la nueva y joven iglesia asturiana frente a la tradicional iglesia mozárabe de Toledo. El fenómeno de la aparición de los supuestos restos del apóstol y de algunos de sus seguidores en el campus stellae (Campo de la Estrella) y el crédito inmediato que le concedieron la iglesia y la monarquía asturiana debe encuadrarse en el proceso político de búsqueda de legitimidad que caracteriza a los nuevos reinos cristianos altomedievales (Estepa, 1985, 91 y Martín, 1995, 9). Idéntico marco histórico tiene la mítica batalla de Clavijo, con la que finalizó, según los cronistas, el Tributo de las Cien Doncellas, y comenzó el apoyo divino a los reyes de Asturias ejercido por medio de la espada del Santiago caballero o Matamoros

Santiago Peregrino en la fachada oeste.

El cuestionamiento que la ciencia histórica actual tiene de la figura de Santiago peregrino no pudo entorpecer la firme convicción de los romeros de los siglos medievales y modernos que con su fe dieron validez real a lo que hoy consideramos una leyenda. Sin duda, la razón y la verdad histórica pero también el sentimiento de las personas construyen la historia.

Una imagen de Santiago peregrino, la más antigua que encuentra el romero en la ciudad, le recibe en la fachada de poniente, en la portada central del espléndido relieve del Juicio Final (datada hacia 1260-1270; Franco Mata, 1998, 330), donde ocupa un lugar de honor a la derecha de San Pedro. Esta posición privilegiada se repite constantemente en el templo y está justificada porque Santiago fue uno, como hemos señalado, de los primeros apóstoles y había asistido a la Transfiguración o Agonía de Cristo en el Monte de los Olivos, pero se debe, sobre todo, a que la iglesia hispana remarcaba así la importancia de Compostela y de la peregrinación a Occidente. Se le representa en una escultura de bulto redondo con la iconografía de peregrino: un rostro amable, barbado y con el cabello ondulado; viste túnica con manto, va calzado y está tocado con un sombrero de copa baja, ala corta y vuelta, que está adornado con tres conchas, una sobre la frente y las otras, en cada lado; porta un libro, atributo apostólico, y lleva el bordón en la derecha (perdido en gran parte) y un amplio zurrón sobre su cadera izquierda, también decorado con venera. Como había observado Juan Uría Ríu, la columnilla central de la arquería ciega que sustenta la repisa sobre la que se apoya la imagen muestra numerosos desgastes producidos por el contacto con las manos y el rozamiento repetido durante siglos con las medallas y cruces de los peregrinos (Peregrinaciones, 1949, II, 253), además de grafittis más recientes.

Marcas dejadas por los peregrinos el la columna
situada bajo la estatua de Santiago.

Para el romero histórico debía ser más importante, aunque sea de menor calidad artística, la escultura de Santiago situada en la portada norte, que se talló hacia 1290-1300, porque ante ella rezaban los peregrinos de paso a Compostela (Franco Mata, 1998, 92). Aquí, Santiago el Mayor vuelve a ocupar un lugar principal, antecediendo a San Pedro y San Pablo: más hierático e inexpresivo, se cubre con una elegante garnacha abotonada y talar sobre la túnica (acorde con la moda europea a partir del siglo XIII), tiene bórdón y esportilla con concha y está tocado con un original sombrero cónico y alto decorado con otra venera. En este hastial, que tiene el mérito de conservar la policromía que realizó León Picardo en 1506 (Herráez, 1986, 196) inspirándose en la medieval, el peregrino puede escuchar la leyenda de la Virgen del Dado, denominación popular que se asigna a la escultura de la Virgen con el Niño que se sitúa en el parteluz: un soldado que se había arruinado en el juego arrojó los dados contra la imagen y uno de ellos golpeó en el Niño, de cuya cabeza brotó sangre; el jugador, arrepentido, ingresó en el convento, mientras su sorprendente historia corría de voz en voz. Esta tradición nació al menos en el siglo XV y no hacia 1633 como se ha sugerido (Cayón, 1986, 170), porque enfrente de la Virgen hay una vidriera de grisalla del año 1454, que fue construida por el vidriero Anequín sobre, probablemente, un dibujo de Nicolás Francés, donde se representa una partida de dados entre cuatro jugadores, uno de ellos un soldado (Fernández Espino y Fernández Arenas, 1992, 124 y 227).

Tímpano del claustro de la Catedral
con Santiago como intercesor

Saliendo al claustro, en las jambas de la derecha de su portada, construida entre finales del siglo XIII y comienzos del siglo XIV (Valdés y otros, 1994, 115), Santiago está esculpido a menor tamaño y lleva zurrón decorado con venera. La importancia notable que le concedió la iglesia hispana queda acreditada en un lucillo del ala occidental de este claustro, en la tumba del presbítero y canónigo Domingo Yáñez, donde se representa al Santo como intercesor junto a la Virgen ante un Cristo entronizado, sustituyendo a la imagen habitual de San Juan (Franco, 1998, 409 y 745; Peregrinaciones, 1948, I, 572): está arrodillado, descalzo, lleva bordón y un sombrero con el ala a modo de bisera apuntada por delante y doblada por detrás, que será el tocado característico de los siglos bajomedievales.

Vidriera de la
Capilla de la
Virgen del Camino

Cinco vidrieras ofrecen la imagen de Santiago peregrino, cuatro en el templo y una en la capilla del Santísimo. La primera representación se encuentra inmediata a la entrada del templo, en el primer ventanal de la nave, en el lado sur (cuarto hueco, abajo), y corresponde a una de las vidrieras más antiguas del templo, de los siglos XIII-XIV, pero que en el caso de la imagen de Santiago parece muy rehecha en la restauración del siglo XIX (Fernández Espino y Fernández Arenas, 1992, 126 y 209): tiene bordón con calabaza y veneras sobre la solapa de la túnica (algo extraño para esa cronología tan antigua) y nimbo en la cabeza. Más interesentes son las otras vidrieras del siglo XV, restauradas en el siglo XIX, por su iconografía y, sobre todo, porque en ellas se ve a Santiago envejecer. Las dos que se localizan en el presbiterio ocupan una posición privilegiada: el principio y el final de la serie de figuras que enmarcan por el lado del Evangelio (norte) el tema central del árbol de Jesé, árbol genealógico del Mesías, representado tras el altar. La situada en el primer ventanal del presbiterio a partir del crucero (primer hueco de arriba) nos muestra una imagen exclusivamente como apóstol, joven y con el libro, pero dos veneras sobre su cabeza denuncian que es Santiago peregrino (Gómez Rascón, 2001, nº 11). En el último tramo oblicuo de ese lado de la capilla mayor, arriba (Fernández Espino y Fernández Arenas, 1992, 94, 99 y 184), nos lo representa con edad madura y con el atuendo que le será característico: libro, bordón, escarcela con venera y tocado con sombrero de copa alta y ala abierta decorado con concha, sobre el que se escribe IACOBIS. La imagen localizada en el lado occidental del transepto sur (primer ventanal a partir de la nave, en el cuarto hueco de las imágenes altas) nos ofrece un Santiago ya anciano, llevando el sombrero de ala extendida. Por último, la capilla del Santísimo, popularmente conocida como de Nuestra Señora del Camino, muestra al apóstol peregrino en una vidriera de principios del siglo XVI (1505-1507) realizada por el maestro burgalés Diego de Santillana (Merino, 1974, 113), en concreto, en su ventana central (segundo hueco desde la izquierda y arriba): una imagen plenamente renacentista por su volumen y corporeidad; va vestido lujosamente y porta bordón, escarcela y sombrero amplio con el ala frontal vuelta decorada con venera, como será frecuente a partir de ahora (Fernández Espino y Fernández Arenas, 1992, 126 y 209).

Esa capilla de la Virgen del Camino es una obra señera del gótico hispano flamenco y fue construida por el maestro Juan de Badajoz el Viejo entre los años 1492 y 1504 para ser destinada a librería catedralicia, pero a partir del año 1579 se colocó una imagen de Santiago en el retablo pétreo que la preside y desde entonces pasó a tener su advocación (Merino, 1974, 111). Esa escultura del apóstol como peregrino, una de las mejores de la catedral (Domínguez Berrueta, 1957, 100), es una talla de madera estofada, encuadrable entre finales del XV y principios del siglo XVI, que muestra una iconografía diferente y una composición naturalista y más dinámica que todas las anteriores: cabeza, con rostro expresivo, mirando hacia lo alto y pierna izquierda doblada; viste túnica y capa, ésta recogida con la mano izquierda, lleva el sombrero de ala abierta sobre la espalda, sostenido al cuello con un barboquejo; en su mano izquierda porta el libro, y en la derecha, el bordón con una calabacilla en el extremo. Esta será la iconografía santiaguesa que predomine a partir del siglo XV.

 

Santiago Matamoros
en la puerta del claustro.

En la sillería coral, una obra extraordinaria y modelo de sillerías del gótico final, que fue construida en torno a las décadas de los sesenta y setenta del siglo XV, se repite la representación de peregrino en un relieve tallado sobre madera de un sitial alto del lado de la epístola o coro del Obispo (junto a la esquina sur): bordón, libro y sombrero de ala caída adornado con venera (Teijeira, 1993, 43). Otro relieve en madera de nogal representando al patrón de España ahora como Santiago Matamoros vestido a lo romano y blandiendo la espada, se encuentra en la puerta izquierda del claustro, construida en 1538 (Gómez Moreno, 1925, 259).

La imagen santiaguesa se localiza también en varias tablas pintadas. En el retablo mayor, sobre la imagen de la Inmaculada, hay un apostolado de Nicolás Francés, del siglo XV, en el que se figura a Santiago con bordón y sombrero. En la predela del retablo gótico de San Babilés, de finales del siglo XV y comienzos del XVI, situado actualmente en la sala que sirve de tránsito hacia el claustro, se muestra un busto de Santiago pintado sobre tabla y de composición peculiar: está colocado de tres cuartos hacia la derecha y se apoya con las dos manos, lo que es una composición infrecuente, en el bordón, del que cuelga una calabacilla sostenida por correas; una concha decora el sombrero, que tiene el ala delantera a modo de bisera apuntada y las alas laterales y traseras recogidas sobre la cabeza; en la filacteria se escribe “San Jacobo”. En la misma estancia, hay otras tablas aisladas de la predela de un retablo pintada con un apostolado del siglo XVI colocado delante de un paisaje, donde se pinta un busto de Santiago, en el que destaca la decoración de su sombrero, con el ala plegada en la frente y los laterales y extendida por detrás: dos bordoncillos en aspa con venera central, rodeados de calabacillas y otros bordoncillos rectos en cada extremo; tiene bordón moldurado sobre el hombro derecho y libro cerrado en la mano. Por último, el peregrino ya no puede contemplar una vidriera del siglo XIX que representaba la batalla de Clavijo y que se localizaba en los ventanales occidentales del transepto norte pues se trasladó al palacio episcopal.

El Museo Catedralicio expone otras imágenes de Santiago peregrino, algunas de gran interés. Una de ellas es un alto relieve en plata repujada situado en el extremo derecho del arca relicario de San Froilán, que fue ejecutada en 1519-1520 por Enrique de Arfe, extraordinario artesano alemán y patriarca de tres generaciones de artistas que llenaron con sus obras la platería tardogótica y renacentista de la ciudad (Herráez, 1988, 13 y 146). Aquí se le representa como un anciano enjuto, cubierto con una capa sujeta por un gran broche en el pecho, se toca con un gorro con las alas laterales caídas y una venera en el frente; le falta el bordón en la mano derecha y lleva un libro en la izquierda. Otra es un interesente y expresivo, aunque carente de canon, conjunto escultórico de talla policromada del siglo XVI procedente de Toral de los Guzmanes donde se le efigia como Santiago Matamoros, vestido con armadura de época ornada en el pecho con la cruz en rojo de la Orden de Santiago, capa al viento, sombrero de copa alta y ala vuelta decorada con venera, blandiendo una lanza que ha perdido el mástil y aplastando bajo los cascos de su caballo a tres soldados moros, de los cuales uno está descuartizado por el tronco y otro sólo conserva la cabeza, todos envueltos en sangre. Hay también dos tablas pertenecientes a la predela de sendos retablos donde se muestran apostolados del siglo XVI de medio cuerpo ante una repisa, entre ellos un Santiago peregrino: una parece que proviene de Villacalabuey (sala del rosetón), donde el apóstol está tocado con un peculiar sombrero de largas alas laterales mientras que la frontal está vuelta y decorada con una venera, y lleva un bordón moldurado en la empuñadura, que será frecuente en las obras de pintura de esta época; otra que procede genéricamente de los “fondos del Obispado” (sala de arqueología) lo representa con un gorro de alas aplastadas decorado con una concha adornada con bordoncillos de hueso cruzados en aspa y dos calabacillas, portando un bastón moldurado que dispone de un gancho metálico para colgar la calabaza, mientras el libro está abierto sobre la repisa. Una pequeña talla de Santiago de estilo popular y repintada (sala de las pinturas contemporáneas) lo muestra con una calabaza en el cinto y cubierto de veneras en el pecho y hombros.

Algunas vidrieras y pinturas narran ciertos episodios de la leyenda de Santiago, a través de los que el peregrino puede conectar con la visión que del Santo tenían los romeros del pasado. En los ventanales de la capilla de San Antonio, donde se figuran escenas ordenadas de manera confusa sobre la vida de San Clemente, San Martín y San Antonio, y en concreto en el segundo hueco de la ventana central, se representa a unos personajes navegando en el mar, que puede referirse a la traslación del cuerpo de Santiago desde Oriente hasta Galicia, llevado en una barca por sus discípulos durante un corto periplo de seis días, según la tradición recogida en la Epistola Leonis Episcopi (Peregrinaciones, 1948, I, 187 y 188; Fernández Espino y Fernández Arenas, 1992, 123 y 124;). Esta narración legendaria se completa en una tabla que corona el retablo mayor, realizada por Nicolás Francés en el primer tercio del siglo XV, en la que se mezcla el contenido de los diversos textos que recrearon literariamente la supuesta traslatio de los restos del apóstol (Peregrinaciones, 1948, I, 179-200; Gómez Moreno, 1925, 276): dos clérigos vestidos con dalmática conducen el carro chillón que lleva el cuerpo de Santiago en una urna mientras otros dos, detrás, sujetan por los cuernos a los toros salvajes que han conseguido convertir en mansos bueyes de tiro; entran en una iglesia gótica, trasunto del palacio que la legendaria reina Lupa cedió para su sepultura, en donde se aprecia a un peregrino depositando su ofrenda en el arca de Santiago; completan la escena, al fondo, un pastor y una pastora con las ovejas observando la procesión y, a lo lejos, un castillo, una catedral y un crucero en las afueras de la ciudad, donde un peregrino deposita una piedra al lado de otras, que nos recuerda a la Cruz de Ferro del puerto de Fondebadón. Esta leyenda santiaguesa se describe de una manera más ordenada, en calles y pisos, en el frontal de altar de la iglesia de Adrados de Ordás, atribuido al siglo XIV, que está expuesto en el Museo Catedralicio (sala del románico). Es una tabla de relieve policromado de estilo popular e ingenuo pero esclarecedor para los peregrinos, que se organiza en tres calles: en la central se pinta a Santiago bajo un arco trilobulado, con bordón y libro, pero tocado con un pañuelo (¿original?), no con sombrero; abajo, a la derecha, el arca es transportada en una barca y arriba, una mujer y un hombre trasladan los restos del santo en un carro chillón conducido por bueyes; arriba, a la izquierda, un personaje presenta a dos discípulos del santo ante la reina Lupa, sentada en su trono y abajo, Santiago caballero acompañado de San Cristóbal con el Niño.

Tabla del retablo mayor de Nicolás Francés. Foto Imagen M.A.S.

 

Tímpano del claustro con un Peregrino
ante un Calvario

La catedral también nos permite contemplar la imagen de los peregrinos en algunos relieves funerarios y vidrieras del siglo XIII restauradas (mencionamos las que son visibles para el romero). Una de las imágenes de más calidad artística se encuentra en el frontal del sepulcro funerario del obispo D. Martín Rodríguez o Arias, situado en el muro occidental del crucero norte, tallado hacia 1260-1265 (Franco, 1998, 390), donde se muestra una escena típica de caridad medieval, en la que unos siervos del difunto reparten pan a un grupo de mendigos, tullidos, personas necesitadas y a dos peregrinos: el primero está sentado porque sufre una amputación del pie izquierdo que protege con unos vendajes, se apoya en un corto bordón que remata en T y viste túnica corta con esclavina y capucha cubriéndole la cabeza; el segundo está arrodillado, se apoya en un bastón rematado en bola, se cubre también con túnica corta y se toca con un gorro frigio; ambos portan esportilla decorada con concha. Una imagen semejante de un peregrino se representa en una escena del sepulcro de D. Rodrigo II Álvarez en la capilla de Nuestra Sr. Del Carmen (Ídem, 384-388 y Franco, 1976, 429-436). En cambio, una representación novedosa se encuentra en el tímpano de un lucillo situado en el costado occidental del claustro, donde se talla un Calvario del siglo XIV acompañado de la Virgen y San Juan y de dos personajes en actitud orante, una mujer y un hombre vestido de peregrino, con sombrero y bastón, a quien Ángela Franco considera como el destinatario desconocido de la tumba (Franco, 1998, 431 y 763).

En las vidrieras de la capilla del Nacimiento, en concreto, en la rosa que remata la ventana más alta de la derecha, se representa una interesente escena jacobea: un grupo de romeros, entre ellos uno que porta bordón, esportilla con venera y sombrero, están en actitud de adoración ante una tumba situada en un templo, que pudiera ser Santiago de Compostela (Fernández Espino y Fernández Arenas, 1992, 119, 120 y 188). La capilla siguiente, la de la Virgen de la Esperanza, muestra también en la rosa situada sobre el ventanal central a un obispo, que bien pudiera ser el citado Martín Rodríguez por la semejanza de la escena con la descrita en el sepulcro, acompañado de dos clérigos y bendiciendo a un conjunto de menesterosos, entre los que hay dos peregrinos con zurrón y venera al costado, uno de los cuales se sostiene con muletas (Gómez, 1998, 82). En la capilla de San Antonio, en la roseta de la ventana central, se figura a San Martín como obispo de Tours, uno de los santos más populares de la Edad Media y querido por los peregrinos, bendiciendo a enfermos, tullidos y a un peregrino que hace el camino a caballo de un jumento y se viste con capa larga y sombrero decorado con concha (Ídem, 123 y 193)

Roseta de la vidriera de la capilla del Nacimiento
 
Roseta de la capilla de San Antonio Vidriera de la capilla de San Antonio

Los motivos que movieron al viaje de peregrinación en los siglos medievales fueron muy diversos y cambiantes (Peregrinaciones, 1948, I, 120-124): en la plena Edad Media, primaba la satisfacción de los pecados, el cumplimiento de votos ante una enfermedad, el alivio de males, y en menor medida, la mera devoción, la curiosidad y los negocios; en la baja Edad Media, se introdujeron procedimientos novedosos, como el peregrinaje por encargo exigido en los testamentos de personas piadosas o el que promovían las ciudades afectadas por la peste u otra calamidad, a los que se sumó la peregrinación como penitencia canónica o por sentencia civil, en la que los condenados debían ir, a veces, encadenados o desnudos y las mujeres vestidas de blanco. Además de estos peregrinos voluntarios o forzados, había falsos peregrinos: delincuentes o vagos disfrazados de romeros, falsos clérigos, bandas criminales organizadas y nobles que querían cruzar impunemente las tierras de sus enemigos.

Como no podía ser de otra manera, la catedral ofrece al peregrino imágenes de algunos de sus santos protectores, unas en el templo y otras en el Museo. Las imágenes de San Roque son las más numerosas y permiten al peregrino tener una visión bastante completa de su iconografía. La representación más antigua se contempla actualmente en el retablo de la capilla de la Virgen del Camino: es una talla de bulto redondo policromada de tipo hispanoflamenco de hacia fines del siglo XV, siglo en el que empezó a extenderse su culto, en la que viste el atuendo de peregrino, con túnica corta y abierta para mostrar el muslo derecho con el bubón que le provocara la peste y se toca la cabeza con un sombrero de gran vuelo; porta el zurrón en el costado y, a su izquierda, el perro levantado sobre sus patas traseras le lame la herida. En el Museo hay otras tallas policromadas de San Roque: una procedente de Riaño (sala del rosetón), atribuida a Anchieta, del siglo XVI, lo representa acompañado de un ángel que le cura la herida del muslo, tiene el sombrero sobre la espalda, cuerpo musculado y rostro enérgico; otra pequeña talla, procedente del Villagallegos (sala de arqueología), también del siglo XVI y de anónimo castellano, lo muestra con sus tres atributos característicos: atuendo completo de peregrino (sombrero con las llaves de Roma, bordón y zurrón), perro sentado ofreciéndole el pan y ángel al otro lado; hay otras dos pequeñas tallas más populares que repiten el modelo con el perro (sala de las pinturas contemporáneas). Las pinturas sobre tabla, todas del siglo XVI, cuando la devoción se extendió por Europa, contextualizan mejor su leyenda: en una procedente de Tapia de la Ribera (sala de arqueología), el santo, que se toca la cabeza con un sombrero de fieltro con las llaves, está acompañado por el ángel, el perro y, al lado, el dueño del can, a quien diariamente sustraía el pan, postrado en oración ante el santo; en otra originaria de Villadiego de Cea (sala rosetón), obra del Maestro de Becerril, San Roque está retirado en el bosque y allí un ángel le cura cuidadosamente la herida; y por último, una tabla procedente de la catedral, del principios del siglo XVI (sala arqueología), ofrece una escena infrecuente: el santo es rechazado por tres personas en la entrada de una casa porque, a pesar de que va coronado con un nimbo, lleva en la mano unas tablillas de leproso y dos ovejas le lamen las llagas (episodio que puede hacer alusión al rechazo con el que le recibió su familia).

San Cristóbal, el “portador de Cristo”, como designa su nombre en griego, es el protector de todos los viajeros y también de los peregrinos. En la catedral hay dos imágenes de este gigante cananeo que ansiaba servir al amo más poderoso de la tierra y sólo lo encontró en un niño, a quien ayudó a cruzar un río sobre sus hombros y cuyo peso aumentaba a cada paso como si estuviera transportando el mundo (Giorgi, 2002,93): la más conocida es la pintura mural situada en el brazo septentrional del transepto, obra que Gómez Moreno considera de estilo flamenco repintada en el siglo XVII (Gómez Moreno, 1925, 274); una iconografía semejante muestra una vidriera del siglo XV, localizada en el segundo ventanal de la nave, en el lado sur, cuarto hueco, arriba (Gómez Rascón, 2000, I, 102). Pero la más interesante de todas por su iconografía y por su antigüedad, es una tabla pintada que se encontraba, significativamente, en la iglesia de Nuestra Señora del Camino y que hoy está expuesta en el Museo (sala capitular): es una obra del siglo XIII que ha aparecido bajo un Ecce Homo del XVI (cuya imagen se ha conservado parcialmente durante la restauración): San Cristóbal viste túnica corta, lleva al Niño sobre el hombro izquierdo, donde adopta la actitud de bendecir, se apoya en un palo del que brotan las hojas y los frutos, que simbolizan la fertilidad de su recién adquirida fe, y en su cinto transporta a cinco viajeros diminutos, trasunto de toda la humanidad.

El completo conjunto de iconografía santiaguesa y romera que el peregrino ha podido contemplar en la catedral no le ha proporcionado toda la huella que ha dejado Santiago en el templo. La memoria colectiva de los leoneses atesoró en forma de tradición el agradecimiento al Apóstol por dar fin al oprobioso "tributo de las cien doncellas" en la ceremonia llamada de Las Cantaderas, ya registrada desde el siglo XVI por el P. Lobera. El domingo anterior al 5 de octubre, fiesta de San Froilán, y antiguamente el 15 de agosto, un grupo de niñas y jovenes de la ciudad saltan y danzan dirigidas por la Sotadera, mientras el Ayuntamiento entrega una ofrenda a la Virgen, que el cabildo entiende que es simplemente un foro. (Pastrana, 2002, 139-148).

Finalizado su largo recorrido por el interior del templo, el romero se encuentra, de nuevo, en la plaza de la catedral. Cuando la recorre visualmente no halla hoy casi nada coincidente con lo que la embellecía a principios del siglo XX y que inmortalizaron numerosas imágenes fotográficas: ni la fuente de Neptuno (trasladada al parque de San Francisco), ni la fuente decorada con los bellos azulejos de Zuloaga, ni tan siquiera los árboles y jardines centenarios que la adornaron y llenaron de olores desde que se restauró la catedral hace más de un siglo. Todo fue substituido, o mejor arrancado, recientemente, cuando se pusieron de moda, tardía en León, “las plazas duras” que buscan la belleza en las explanadas de losas de piedra, cuando no de hormigón, y en los tiestos como sustitutos de los árboles. Sólo permanecen el Seminario San Froilán, obra neomudéjar del arquitecto Juan Bautista Lázaro en el año 1896 (Serrano, 1993, 180) y el antiguo edificio de Correos y Telégrafos (hoy, acoge servicios de la Diputación Provincial), del arquitecto Manuel de Cárdenas en 1911, el monumento con más nítida impronta gaudiana de la ciudad.

De camino hacia San Isidoro.

Cuando el peregrino logra abandonar la catedral, y antiguamente después de recoger la libra y media de pan que entregaba el obispo como limosna (Casado y Carreira, 1985, 64), se dirige hacia la basílica de San Isidoro. La ruta histórica del romero, la correcta desde el punto de vista de la peregrinación, le hacía regresar por la misma calle Ancha para coger la calle del Cid en dirección a la basílica isidoriana (Viñayo, 1999, 173), pero desde la reactivación del Camino Jacobeo en las últimas décadas del siglo XX, y quizás antes, el romero tiende a acortar el trayecto. Y es el peregrino el que hace el camino, no al revés. Toma la calle Sierra Pambley (antiguamente calle Bayón), donde a comienzos del siglo XX latía el corazón educativo y financiero de la ciudad leonesa. En la embocadura se encuentra la casa solariega de Francisco Fernández Blanco de Sierra Pambley (Paco Sierra como seudónimo), abogado, diputado y filántropo que fue “pródigo sembrador de escuelas en la provincia de León”, como reza una placa, quien creó en 1907 la Fundación Sierra Pambley, un ejemplar proyecto educativo basado en las ideas vanguardistas sobre la educación de la Institución Libre de Enseñanza, que habían promovido, entre otros, hombre ilustres como Giner de los Ríos, Manuel B. Cossío y Gurmesindo de Azcárate. A su lado, se encuentra la casa de la Fundación, sede de algunas de sus escuelas y donde se custodia la biblioteca de Gurmesindo Azcárate. En una esquina de esta casa se conserva un jarrón con azucenas que indica que este edificio perteneció en origen al cabildo catedralicio (Cantón, 1995, 55 y 381-453).

Al otro lado de la calle, se encuentra la antigua sede del Banco de España desde 1903 (antes había estado en la Plaza Mayor y en el Palacio del Conde Luna; hoy es ocupado por el Museo Provincial) y la recién fundada Caja de Ahorros y Monte de Piedad de León, promovida en 1900 por la Fundación de Amigos Económicos del País de León, y que constituyó el arranque de la expansión bancaria en León (León Correa, 1987, 70-73). Las sedes de estas dos instituciones financieras fueron construidas en estilo ecléctico por el arquitecto Manuel Cárdenas, en 1902 y 1906, respectivamente (Serrano, 1993, 108). La burguesía vivía cerca de los bancos y enfrente, en un portal, pueden contemplarse unos bellos azulejos pintados por Daniel Zuloaga en 1902 para la casa de Fernando Merino, el fundador de la farmacia citada en la calle Ancha, hoy propiedad de la Caja de Ahorros, donde se representan escenas de la mujer trabajadora en el campo, con el ganado y en el mar.

Prosigue el romero por la calle Dámaso Merino (profesional de la farmacia y político liberal leonés de la segunda mitad del siglo XIX, que fue diputado en Cortes, vicepresidente de la Diputación y alcalde) y transita junto a un palacete renacentista de la segunda mitad del siglo XVI, cuyo promotor desconocemos, con portada de arco de medio punto enmarcada por un alfiz resuelto mediante pilastras jónicas acanaladas y apoyado en ménsulas con mascarones. Este monumento constituye uno de los pocos palacetes de la ciudad que conserva la distribución espacial original y es el testimonio del protagonismo social que tuvo la nobleza, junto con la Iglesia, en el interior de la “ciudad vieja” a lo largo de los siglos medievales y modernos, tras los que fueron desplazados por la burguesía.

Calle Dámaso Merino.

Llegado a la calle Cervantes, el peregrino se encuentra en una encrucijada, que también existía en la Edad Media, cuando en este cruce se ubicaban los conocidos como palacios del Conde don Ramiro. En la actualidad, el romero se dirige habitualmente a la derecha, hacia la Plaza de las Torres de Omaña y desde ahí prosigue hacia la basílica de San Isidoro por la calle Fernando Regueral, calle que en el siglo XV también comunicaba la iglesia de Santa María con San Isidoro (García, Nicolás y Bautista, 1992, 32), o bien recorta por la calle Recoletas. Sin embargo, en nuestra opinión, el camino original sería a través de la estrecha callejuela que se encuentra de frente, la calle de Ordoño IV, desde la que se desemboca directamente en la calle del Cid, que era la vía de peregrinación por antonomasia en el interior de la “ciudad vieja” durante siglos para llegar a la colegiata isidoriana. Creemos que este trayecto pudo ser también antiguo porque es el trazado que se conocía como "camino de Sant Isidro", al menos desde el año 1424 (García, Nicolás y Bautista, 1992, 33 y 68; Álvarez, 1992, 56), porque esa calle ya existe en el plano historico de Risco y, en fin, porque es el recorrido más corto y recto, lo que constituiría una razón importante para los caminantes.

 

 

 

Calle del Cid
Calle del Cid

La calle del Cid -toma este nombre porque, según el Romancero, aquí vivió el famoso caballero, nació una de sus hijas y despues del parto, Doña Jimena acudió a misa a San Isidoro- mantiene la alineación en paralelo al interior de la muralla del trazado romano, aunque la calzada se sitúa en torno a dos metros de profundidad. Por ella transitarían los peregrinos desde el año 1168 tras cruzar la puerta Cauriense en busca de la basílica isidoriana recomendaba en el Codex Calistinus. Enfrente, el romero contempla hoy unos jardines de aspecto romántico, que fueron acondicionados a principios de los años setenta del siglo pasado. Sin embargo, este espacio de solaz guarda resonancias relevantes de la memoria histórica de la ciudad que los peregrinos del pasado conocieron. Desempeñó la centralidad política de la ciudad entre los siglos XI y XIV, ya que desde los tiempos, probablemente, del rey Fernando I fue la sede del palacio real, una vez que se decidió abandonar el antiguo situado en la zona sur, junto a la puerta de Arco de Rege y la iglesia de San Salvador de Palat de Rey, y permaneció en esta zona del Jardín del Cid hasta la construcción del palacio de Enrique II comentado en la calle La Rúa. Pasados los siglos, en este lugar tuvo su palacio Ramiro Díez de Laciana y Quiñones, caballero de la Orden de Santiago y regidor perpetuo y procurador en Cortes de la ciudad leonesa, quien en el año 1659 se lo donó a las monjas Recoletas para fundar un convento. Las religiosas fueron exclaustradas en el año 1868 y su monasterio se destinó a Casa de Beneficencia y más tarde a cuartel del Regimiento de Infantería (Bravo, 1979, 101-103).

Al otro lado de la calle, al romero le acompañan dos monumentos interesantes. El primero, el edificio de las Escuelas Municipales, obra de estilo neomudéjar y de juventud del arquitecto Manuel Cárdenas, erigida en 1902, que es el único superviviente de las escuelas infantiles promovidas por la Corporación Municipal ente finales del siglo XIX y principios del XX para dignificar la enseñanza. En la planta baja estaban las aulas separadas de niños y niñas, como indica un letrero, y en la superior se alojaba una biblioteca y dos viviendas (Algorri, Boto, Cañas y González, 2000, 90 y 91). A continuación, el peregrino queda sorprendido ante una portada barroca que es disonante con el edificio de las Audiencias que la acoge, porque fue instalada aquí en el año 1950 y procedía de la efímera fábrica de lencerías que promovieron los Borbones ilustrados en el Campo de San Francisco, en la zona de la actual calle Santa Nonia (Eguiagaray, 1950, 9 y 10). Constituye un excelente ejemplo, y único en la ciudad, del tipo de fachada barroca ondulante y recargada decorativamente, la cual fue construida en el año del año 1754 y es conocida popularmente como Puerta de la Reina: está ornada con los bustos de Fernando VI y su mujer, Bárbara de Braganza, junto con el escudo real y estatuas simbólicas del Comercio, de las Artes y, en la coronación, de la Fe.

En San Isidoro

San Isidoro
Basílica de San Isidoro

El viajero llega por fin a la basílica de San Isidoro, un hito monumental y religioso en su caminar por León. Cuando su mirada recorre el monumento comprueba que el templo está enmarcado por dos obras no románicas que fueron obra de la familia Juan de Badajoz, padre e hijo, con quienes termina en la ciudad de León la arquitectura medieval y comienza la renacentista: la nueva cabecera del gótico hispanoflamenco, que sustituyó el ábside central y semicircular por uno más amplio rectangular, fue obra de Juan de Badajoz, el Viejo, en el año 1513 (Merino, 1974- 163-165), y la librería plateresca erigida a los pies del templo, la construyó seguramente su hijo, Juan de Badajoz, el Mozo, y estaba finalizada en torno a 1534 (Campos, 1993, 407-409). Repara ahora el romero en dos elementos ligados directamente con su peregrinaje: la portada románica del Perdón y la escultura de San Isidoro caballero que remata la peineta barroca de la portada del Cordero.

Las esculturas del tímpano de la fachada sur del transepto reflejan la influencia de la nueva estética románica que había introducido el maestro Esteban en el Pórtico de Platerías de Santiago de Compostela, al igual que la planta y el alzado del templo corresponden a la tipología arquitectónica que se extendió a lo largo del Camino Jacobeo desde Jaca y Pamplona hasta el templo del Apóstol. Esta nueva estética que recorría el Camino en sentido de ida y de vuelta se nutrió del triple impulso que le proporcionaron los monjes cluniacenses, la reforma gregoriana de la liturgia y el culto a las reliquias, y se financió con el patrocinio económico del poder real, que en aquellos años se abastecía en gran parte de los recursos extraordinarios procedentes de las parias que pagaban los musulmanes de al-Andalus a los reinos cristianos del norte. León, como es natural para la que era sede de la Corte del reino, fue un hito en la fijación del nuevo estilo internacional europeo en las tierras de los reinos hispanos de occidente y San Isidoro sirvió como laboratorio crucial del nuevo arte, en arquitectura, pintura y eboraria. El viejo templo de estilo asturiano que había erigido Alfonso V y mejorado Fernando I durante la primera mitad del siglo XI y que estuvo consagrado bajo la advocación de San Juan Bautista y San Pelayo, de quien se observa una escultura enmarcando la portada del Cordero, fue transformado en una iglesia de estilo románico en tres etapas sucesivas: el temprano Panteón de reyes erigido por Urraca en la década de los ochenta, seguido de la primera fase de la iglesia románica, que tenía un transepto saliente y cubierta de madera en las naves, y la obra definitiva, de Alfonso VII y Sancha, en la primera mitad del siglo XII (la iglesia se consagró en 1149), en la que intervino el arquitecto alemán Petrus Deustamben, que le dio el aspecto que hoy tiene, con triple ábside, transepto marcado en planta y abovedamiento integral (Fernández, 1992 y Bango, 1992, 228-233).

La visita del monumento es inexcusable para el peregrino por muchas razones: por las excepcionales pinturas del Panteón (del primer cuarto del siglo XII), ya que es infrecuente en Europa que tanta calidad se pueda contemplar in situ; por el genuino conjunto arquitectónico de tradición hispánica que forman el panteón, el pórtico lateral corrido y la cámara regia, construidos cuando el culto se realizaba en la iglesia de tipo asturiano; por la huella andalusí en algunos arcos del templo que nos indica la permeabilidad cultural entre los enemigos cristianos y musulmanes; por la singularidad de dos piezas expuestas en el claustro: la campana de San Lorenzo, una de las más antiguas de España en su tamaño (año 1086) y que sonó durante casi ochocientos años, y el gallo de la veleta de la torre, una pieza única recientemente valorizada, para la que se ha propuesto una cronología del siglo VII y una procedencia oriental o hispana, y que llegaría aquí como pago de parias. Pero lo que no encontrará aquí el romero es la imagen de Santiago porque su protagonismo enmudeció ante San Isidoro. De hecho, sólo hay una imagen de Santiago peregrino (excepción hecha de la representación de Santiago apóstol pintada en la bóveda de la Última Cena del Panteón), que está localizada en la predela del retablo del gótico final, que fue trasladado aquí en el siglo XX desde la iglesia de Santo Tomás de Pozuelo de Campos (Pérez Llamazares, 1927, 220): un busto con la cabeza ladeada, túnica que deja al descubierto el hombro derecho, sombrero de ala vuelta íntegramente, con venera enmarcada por bordoncillos en aspa, bastón moldurado y libro sobre la repisa. Incluso, la Portada del Perdón que muchos peregrinos creen que se abre en los años santos compostelanos, en realidad, tan sólo acontece en determinadas fechas establecidas por la Santa Sede (conmemoraciones de San Isidoro o de Santo Martino), y es entonces cuando operan las indulgencias a aquéllos que la crucen.

La llegada aquí de los restos del Santo Doctor en el año 1063 estuvo envuelta en una narración fantástica que debe enmarcarse en el contexto histórico de la exaltación de las reliquias propias de la época y en el programa de reforzamiento del prestigio del monarca de origen navarro. El rey Fernando I había reclamado al taifa de Sevilla, su vasallo, el cuerpo de la mártir Santa Justa y para recogerlo envió una embajada de nobles y obispos, entre ellos el prelado de León, Alvito, quien, en medio de un periodo de intenso ayuno y oración, tuvo una visión en la que San Isidoro le dijo que la voluntad divina pedía que su cuerpo fuera trasladado a León en sustitución del de la mártir romana; le indicó el lugar donde lo encontraría y le anticipó que, cumplida esa misión, moriría pronto. Y así debió suceder o, al menos, de esa manera lo relataron las crónicas (Risco, 1784, XXXV, 86-95). La corte recibió con todo boato los restos y el templo cambió su advocación por la de San Isidoro y ese mismo año se trasladaron desde Ávila a León las reliquias de San Vicente.

San Isidoro como émulo de Santiago Matamoros

La eficacia milagrera del Santo fue creciendo y paralíticos, sordos y mudos, e incluso, el infante Don Sancho, hijo de Fernando II, fueron curados por su intercesión. Pronto, su protección se extendió a los ejércitos cristianos y se convirtió en el sucesor de Santiago y en el émulo de San Millán, a raíz de otra historia maravillosa, como la califica el P. Risco. Sucedió en la conquista de la ciudad musulmana de Baeza por el emperador Alfonso VII (1147) y fue narrada por Lucas de Tuy a comienzos del siglo XIII: San Isidoro se le apareció al monarca en sueños y le garantizó el éxito en una batalla que daba por perdida, diciéndole: “Yo soy Isidoro, Doctor de España, y sucesor por gracia, y predicación del Apóstol Santiago, cuya es la mano derecha que ves andar conmigo para vuestra defensa”. Al día siguiente, San Isidoro se hizo presente en el campo de lucha “en un caballo blanco, teniendo en una mano la espada y en otra una Cruz, y sobre él la diestra del Apóstol Santiago empuñando también una espada para muerte, y terror de los infieles”, y la victoria fue inmediata (Risco, 1784, XXXV, 200 y 201; Rodríguez, 1972, 34-44). Este acontecimiento convenció al que se autocalificaba de emperador y accedió a una solicitud de su hermana Sancha, profundamente devota del santo hispalense: que los canónigos regulares del monasterio de Carvajal se trasladaran a San Isidoro para atender sus reliquias en sustitución de las monjas de San Pelayo (Risco, 1784, XXXV, 203-204). La iconografía de San Isidoro caballero quedó fijada tal y como narraban las crónicas en el Pendón de Baeza conservado en el Museo de la colegiata, un bordado de seda y oro ejecutado hacia finales del siglo XIII o con más probabilidad en el siglo XIV (Partearroyo, 2001, 108). Siglos después, el cabildo decidió que la imagen escultórica de San Isidoro Matamoros coronara la peineta barroca de la portada del Cordero, de autoría y fecha desconocida, aunque se ha atribuido a Pedro de Valladolid, que trabajaba en aquellos tiempos en la colegiata, y debió ejecutarse hacia la década de los cuarenta del siglo XVIII (Llamazares, 1990, 233; Morais, 2000, 268).

Los peregrinos del pasado también protagonizaron algún episodio fantástico que testimonia la fiebre por las reliquias en los siglos medievales. Un relato del siglo XIII cuenta que un clérigo de mala vida tuvo la opción de resucitar durante tres días para reconciliarse con Dios, tras los cuales debía ser enterrado en una determinada sepultura propuesta por San Isidoro. Pero, nadie del pueblo y del clero era capaz de localizarla hasta que se escogió a un muchacho alemán que hacía la romería a Santiago para que arrojara una piedra al azar en el claustro. Y acertó, porque en ese lugar aparecieron las señales que había propuesto el Santo Doctor (Peregrinaciones, 1949, II, 250).

Con todo, uno de los milagros más populares entre los leoneses fue aquél ocurrido hacia 1158 en Trobajo del Camino, cuando el Santo conducido en procesión dio fin a una atroz sequía con la condición de que no volviera a salir del templo, y que fue narrado por Lucas de Tuy en el siglo XIII. Ese episodio o milagro dio origen a la festividad, tan popular en la ciudad, de Las Cabezadas: la Corporación municipal acude a honrar a San Isidoro el último domingo de abril y entabla una discusión con el Cabildo, quien le insiste que lo debe hacer por voto y obligación (Pastrana, 2002, 95-104).

De la importancia adquirida por las reliquias en los siglos medievales dan testimonio el extraordinario conjunto de arcas y arquetas donde se guardaban y que están expuestas en el Museo de San Isidoro: el Arca de los Marfiles, donada por los reyes Fernando y Sancha en el año 1059, que acogió las reliquias de San Juan Bautista y de San Pelayo, el niño mártir de Córdoba, sustituidas después por las de San Vicente, y que es una muestra del alto nivel artístico del taller leonés de eboraria; el Arca de San Isidoro, obra en madera chapada de plata sobredorada que en su origen se encontraba en el interior de otra arca más grande de madera revestida de oro, y que fue encargada por Fernando I a un maestro centroeuropeo establecido en la corte para custodiar en su interior los restos del santo (Astorga, 1990); el Arca de los esmaltes, en la órbita del taller de Limoges; y otras numerosas arquetas de marfil y de plata nielada alto y pleno medievales.

De San Isidoro hacia San Marcos.

Hasta el año 1168, el peregrino que hubiera visitado el templo isidoriano debía desandar parte de su ruta y salir de la ciudad por la Puerta Cores para cruzar el río a través de un puente medieval que existiría en el lugar del actual, llamado Puente de los Leones, donde los arqueólogos consideran que pudo haber originalmente un puente romano. Sin embargo, a partir de esa fecha y por decisión del rey Fernando II, como habíamos anticipado, el recorrido se haría a través de una nueva puerta que mandó abrir en la muralla romana, llamada Puerta Renueva, y proseguiría por la serna de San Isidoro en dirección al puente recién construido en el Bernesga: “ (…) transfero stratam publicam, que vulgo dicitur caminum, quod soleba ire ante ecclesiam Beati Marcelli et pono eam per portam cauriense et, deinde, ante ecclesiam predicti confessoris Beati Ysidori et inde per portam quam ego mandaui in muro aperiri, deinde per senram predicti monasterio usque ad pontem Uernesge (Martín López, 1995, doc. 89; Represa, 1969, 267).

Desde esa fecha, pues, el romero debía rodear la colegiata por el este, como se aprecia en el plano de Risco, y recorre la calle Sacramento, cuyo nombre le recuerda que en el templo se exhibe permanentemente, de día y de noche, el Santísimo Sacramento por privilegio inmemorial, aunque los documentos específicos no son anteriores al siglo XVI (López Castrillón, 1943, 65-69; Viñayo, 1971, 49). En la embocadura se encuentra el sobrio palacio del vizconde de Quintanilla de Flórez, de mediados del siglo XVIII, que perteneció a uno de los linajes más influyentes en la ciudad hasta el siglo XIX (representó a León en las Cortes de Cádiz) y que tenía jurisdicción sobre villas en el Bierzo y en las tierras del Jamuz (Quintanilla de Flórez, entre otras localidades), a pesar de que su título, como el de tantos otros, había sido comprado a Felipe IV durante los tiempos difíciles del siglo XVII. Esta casa nobiliar constituye el testimonio de aquella pequeña nobleza local que controlaba el Regimiento y que en su mayoría residía en torno a esta parroquia de San Isidoro y las de Santa Marina, San Marcelo y Nuestra Señora de Regla (Rubio, 1993, 83).

Todo el costado izquierdo de esta pequeña calle está ocupado por las dependencias de la comunidad de canónigos de la Real Colegiata que fueron construidas entre los siglos XVI y XVIII: una portada monumental neoclásica, con dovelas almohadilladas y escudo de Castilla y León da acceso a un patio interior, al que se abren otras tres portadas. Una a la izquierda, la del Priorato, que diseñó Juan Ribero Rada en 1580 a modo de un arco de triunfo en estilo de renacimiento purista (Rivera, 1982, 138-141); otra en frente, que fue trasladada aquí de un palacio renacentista situado en la calle Pablo Flórez; y al fondo un arco que da acceso al segundo claustro de estilo barroco de la Colegiata.

Plaza de Santo Martino. A la derecha, "Instituto Legio VII"

El romero desemboca en la actual Plaza de Santo Martino (canónigo de San Isidoro durante el siglo XII y fecundo comentarista de los textos sagrados) y nada encuentra hoy en ella aparentemente ligado a su peregrinaje. Sin embargo, sus nombres antiguos, de plaza de San Froilán, de los Descalzos y desde mediados del siglo XIX, de plaza de Veterinaria, reflejaban mejor el transcurso de la historia por ella. En realidad, hasta mediados de la pasada centuria fue un enclave relevante en la ruta de los peregrinos, porque en el lugar que hoy ocupa el “Instituto Legio VII” estaba desde finales del siglo XII el Hospital de San Froilán, que fue promovido, probablemente, por el rey Fernando II cuando desvió el camino por aquí, para acoger a peregrinos, caminantes y enfermos bajo la atención de los canónigos de San Isidoro. En él los peregrinos tenían derecho diariamente a cama, una libra de pan, media de carne, un cuartillo de vino, más el morral del viaje el día de la marcha (Viñayo, 1976, 38). A finales del siglo XVI, el hospital fue cedido a la Orden de Franciscanos Descalzos como su casa conventual. Después de la exclaustración, la Corporación Municipal lo destinó a diversas funciones sociales: liceo, beneficencia y, desde el año 1860 hasta 1947, fue sede de la Escuela de Veterinaria (Bravo, 1979, 107-110), el primer centro universitario de la ciudad, que había empezado su andadura ocho años antes en San Marcos. Del antiguo Convento de Descalzos sólo se conserva en pie la iglesia, de una nave, obra del siglo XVII, con fachada sobria como lo fuera la del convento a juzgar por las fotos antiguas (Cubillo, 2002, 37), y que hoy es una dependencia destinada a la guarda de documentación del Archivo Provincial vecino.

 

Calle de la Abadía.
Arco de la presa, abajo a la izquierda.

Desciende el peregrino por la calle de la Abadía, leve cuesta que refleja el desnivel desde las terrazas fluviales superiores hacia la vega del Bernesga. Su tránsito está enmarcado en el costado izquierdo por las tapias de la Colegiata, también conocida como Abadía de San Isidoro (de ahí, el nombre), donde puede observar un arco de medio punto ligeramente por encima de la rasante de la vía, a través del cual pasaba la vieja presa de San Isidro; y en el lado opuesto, unas viviendas actuales que ocupan el espacio del jardín del Convento de los Descalzos. El romero desemboca en una rotura de la muralla romana donde se emplazaba la precitada Puerta Renueva, que debía tener un vano sencillo de medio punto, como se aprecia en el plano de Risco, y cuya existencia se ha reconocido vagamente en unos recientes trabajos arqueológicos, de los que ha quedado testimonio visible en la reconstrucción del trazado original de la muralla sobre el pavimento actual. Al traspasarla, el viajero abandona definitivamente el recinto amurallado de la ciudad al que había entrado por la zona de la Puerta Cauriense y observa a su izquierda las poderosas murallas romanas de hacia 5,25 metros de grosor, reforzadas con torres de flanqueo de planta semicircular, popularmente llamadas cubos. Esta fortificación se había erigido entre mediados del siglo III y comienzos del siglo IV, disponiéndola a modo de forro externo por delante de la primitiva muralla de sillería menuda y de 1,80 metros de espesor construida por la Legio VII Gemina en el último tercio del siglo I, la cual, a su vez, se trasdosaba a otra fortificación más antigua construida por la Legio VI Victrix en tierra y tapines. Así, pues, tres recintos amurallados que se fueron solapando sucesivamente y que conformaron sin variación un campamento de planta rectangular de casi veinte hectáreas (570x370 metros).

Murallas romanas en la avenida de Ramón y Cajal

 

Calle Renueva

El peregrino aborda ahora el último tramo de camino por la ciudad en dirección al río y lo realiza a través de una calle en cuyo nombre resuena, por segunda vez, la impronta jacobea: la calle Renueva, la antigua “rua nova Sancti Ysidori “. Como había sucedido en los barrios del Santo Sepulcro o de Santa Ana y en el de San Lázaro a la entrada del Camino en la ciudad, ahora, en su salida, de nuevo el Camino se convirtió en la arteria en torno a la que se articuló un nuevo suburbio: el arrabal de Renueva, que ocupaba una serna propiedad de la abadía de San Isidoro y se extendía desde las murallas hasta el río Bernesga. Su acta de nacimiento procede del año 1165 cuando se aprobó el fuero de la puebla. Aquí, el abad isidoriano ejercía el señorío pleno sobre sus pobladores, agricultores en su totalidad, quienes debían pagarle doce denarios y el diezmo, constituyéndose, así, en un territorio de abadengo con jurisdicción plena, ajeno completamente al concejo. Tres años después, en 1168, el rey Fernando II decide que el camino a Santiago cruce por el suburbio y ya en el siglo XV la calle se conoce como “strata Sancti Jacobi e Salvatori”, a pesar de que en su tránsito los peregrinos perdían, en parte, el aire de libertad que respiraban en el resto de la ciudad de realengo. Quizás por esa razón, en esta puebla no fructificaron los sectores artesanales y mercantiles tan ligados al Camino Jacobeo, sino que siempre mantuvo un perfil hortelano. Ello no fue óbice para que la Abadía promoviera la construcción de un hospital de peregrinos, llamado Hospital de San Isidoro, documentado desde 1214, y se fundara una cofradía de Santiago, mencionada en 1255 (Represa, 1969, 266-268). Pero nada jacobeo ha llegado hasta nosotros, ni tan siquiera la iglesia primitiva del barrio, la de San Juan de Renueva (Pérez Llamazares, 1982, 126-127).

La huella del Camino fue borrándose en este arrabal de manera acelerada entre 1920 y 1940 cuando fue creciendo el nuevo barrio de San Esteban bajo el impulso de parcelaciones particulares, carentes casi de toda planificación urbanística y fueron construyéndose viviendas plurifamiliares que paulatinamente fueron densificando las antiguas y extensas superficies de huertas regadas por la presa de San Isidro, las cuales acompañaron a los peregrinos durante siglos. La embocadura actual de la calle Renueva está abrazada por dos interesantes edificios que muestran al romero las dos tipologías que guiarán la arquitectura del siglo XX: la arquitectura ecléctica tardía, que se prolongará en León durante las primeras décadas de esa centuria, y la arquitectura racionalista. A la derecha, observa la fachada de un edificio historicista en ladrillo (hoy revocado), promovido por el Monte de Piedad y Caja de Ahorros de León y construido en 1919 por tres de los arquitectos más activos de la ciudad, Torbado, Cárdenas y Sáinz–Ezquerra, y que es interesante porque fue uno de los primeros que se acogió en León a la Ley de Casas Baratas aprobada por el Gobierno en 1911, con la que se pretendía fomentar la construcción de viviendas accesibles económicamente a las clases trabajadoras (Serrano, 1993, 137). Enfrente y adecuándose en trazado curvo a la esquina, un edificio de viviendas concebido en 1938 pero ejecutado en 1950 y al que se le añadieron las dos plantas últimas en 1957, que fue construido por los arquitectos Ramón Cañas del Río y Juan Torbado Franco, y que proyecta la incorporación en León de la arquitectura funcionalista o moderna: una trama de huecos verticales y la combinación, que se tornará en usual, de revestimientos de ladrillo visto y superficies revocadas (Algorri, Boto, Cañas y González, 2000, 78 y 79).

Calle Suero de Quiñones, antigua calle Renueva.

La calle desemboca hoy en la pequeña plaza de Renueva donde se erigía la iglesia parroquial de San Juan de Renueva, que fue destruida en 1947, borrando para siempre su arquitectura sencilla de arrabal, con planta de cruz latina, cabecera rectangular y espadaña de ladrillo a los pies, a juzgar por las fotos antiguas (Gallego, 2003, 2 y 4). Tan sólo, algunas imágenes devocionales del siglo XVI se trasladaron a la nueva parroquia construida más al norte (Llamazares, 1984, 119 y 120). En esta plazuela el peregrino contempla al fondo la fachada del edificio de viajeros de la Estación Matallana, construido por L. del Río e inaugurada el 5 de mayo de 1923. El conocido como ferrocarril hullero había comenzado su andadura en 1894 a cargo de la empresa Ferrocarril Hullero La Robla a Valmaseda S.A., después llamada Ferrocarril de La Robla S.A., sirviéndose de trenes de vía estrecha que comunicaban León-Bilbao y que se destinaban básicamente al transporte de carbón, un recurso capital de la economía provincial hasta las últimas décadas del siglo XX, para abastecer la siderurgia bilbaína (Fernández Díaz-Sarabia, 2003, 142 y 143; Serrano, 1993, 118). La ampliación de la línea ferroviaria desde el núcleo hullero de Matallana hasta la ciudad leonesa dinamizó el transporte de viajeros en el valle del Torío y la Estación de Matallana se convirtió en el motor del desarrollo económico y urbanístico del nuevo barrio.

Prosiguiendo en dirección al río, el peregrino recorre la calle Suero de Quiñones, denominación que sustituyó avanzado el siglo XX a la calle Renueva. Ese nombre tiene resonancias romeras porque recuerda a aquel poderoso noble leonés que defendió en justas de caballería el amor a su amada, quizás su esposa, Leonor de Tovar, de la que se sentía prisionero, en el paso del puente de Hospital de Órbigo, un hito del Camino de Santiago en la provincia leonesa, en el año 1434, año Santo Campostelano. Fue el episodio conocido como el Passo Honroso y se prolongó durante quince días antes y quince días después de la festividad del Apóstol Santiago, a quien Don Suero se encomendó para poder romper trescientas lanzas de otros tantos caballeros de los reinos hispanos y de tierras europeas, con la ayuda de nueve de sus fieles (Mingote, 1978, 69-89; Alonso Luengo, 1982). Esta zona por la que transita el peregrino sufrió un cambio extraordinario a lo largo del siglo XX, porque las antiguas huertas medievales fueron paulatinamente ocupadas por viviendas plurifamiliares bajo el impulso urbanístico del Plan de Ensanche de la ciudad de León del año 1897, realizado por el arquitecto Ruiz de Salazar, para planificar el crecimiento urbano de la ciudad hacia el oeste, entre la Ciudad Vieja y el río y la estación. La actual calle Suero de Quiñones constituía el borde septentrional del Ensanche y en su trazado lineal y amplitud, así como en los propietarios de los inmuebles (como la casa con fachada de ladrillo construida por el arquitecto Torbado en 1920), testimonia la planificación urbanística y el destino burgués que lo animaron en su concepción. A pesar de que la especulación alteró en gran parte la concepción racional y funcional del Ensanche, dando prioridad a la calle Ordoño II en vez de la calle diagonal formada por la Gran Vía de San Marcos y densificando la ocupación en detrimento de los espacios verdes, el Ensanche de León constituye un ejemplo destacado en España de los proyectos burgueses de crecimiento urbano planificado de finales del siglo XIX.

Cuando el romero abandona la antigua calle Renueva y contempla ya cercano el convento de San Marcos, queda gratamente sorprendido al dirigir su mirada hacia el norte con la profunda transformación urbanística que ha tenido el lugar denominado Eras de Renueva (las zonas de trilla de la puebla medieval), donde se ha desarrollado desde los años noventa del siglo pasado, aunque tardíamente respecto al proyecto y urbanización inicial, un polígono homónimo que se ha convertido en el nuevo centro de servicios de la ciudad, culturales y administrativos, además de zona residencial. Algunos presentan arquitecturas notables reconocidas nacional e internacionalmente, como el Auditorio y el Musac (Museo de Arte Contemporáneo), obra de los arquitectos Luis Mansilla y Emilio Tuñón.

 

En San Marcos

Convento de San Marcos y crucero original, a finales del siglo XIX

Crucero del Alto del Portillo trasladado a San Marcos.

Terminando ya su tránsito por la ciudad, el romero llega a uno de sus hitos: el hospital y el convento de San Marcos, pertenecientes a la Orden Militar más estrechamente ligada a su peregrinaje, la Orden de Santiago, fundada en el año 1170 en Cáceres y aprobada su regla por bula papal de Alejandro III en 1175. Y como si de un juego se tratara y la huella del Camino se hubiera invertido, el peregrino se encuentra al final de su ruta urbana leonesa con el crucero que debía haberle recibido a su llegada: el crucero del Alto del Portillo, que fue trasladado aquí a mediados del siglo pasado. Sin embargo, hasta esos años, los peregrinos contemplaron el crucero renacentista de San Marcos, del siglo XVI y contemporáneo al convento, cuya huella ha desaparecido (no sabemos dónde se encuentra) y que sólo conocemos por fotografías antiguas: cinco escalones sostenían un plinto cuadrangular sobre el que se erigía una columna con basa ática, medio fuste liso separado de otro acanalado por una moldura, que remataba en un capitel aparentemente dórico sobre el que se disponía un cilindro decorado probablemente con escudos (fotografía en Vega y March, 1913, lám. III). Al menos hasta comienzos del siglo XX y tal y como testimonian otras fotografías, esa columna estuvo cobijada dentro de un humilladero de arquitectura sencilla. El crucero del Alto del Portillo, atribuido a finales del siglo XV, tiene sólo tres escalones, sobre los que se asienta un plinto cuadrangular que sostiene un pilar ochavado, rematado en un capitel de cesta poligonal decorado con hojas y frutos, que soporta una peana troncopiramidal, decorada con escudos en dos de sus caras y por un relieve de Santiago peregrino o de un simple peregrino (Merino, 1974, 234) o un San Rafael Arcángel, quien acompañó en su viaje a Tobías, con indumentaria y bordón de peregrino (Peregrinaciones, II, 1949, 242), y otro personaje (¿peregrino?) casi perdido al norte; culmina el conjunto en una cruz que tiene en el lado sur un Calvario, con el Crucificado de tres clavos acompañado por la Virgen y San Juan, de pie, cartela con INRI y encima un nido con un pelícano alimentando a sus polluelos, símbolo de la salvación por medio de Cristo, mientras que en el reverso de la cruz se representa a la Virgen en pie con el Niño en sus brazos, acompañada de un ángel en actitud de adoración sobre su cabeza y otros dos ángeles con botafumeiros en los extremos de la cruz.

En el extremo este, el peregrino, como hicieron sus antecesores desde fines del siglo XVIII, contempla un sencillo edificio, de bajo y primera, con sillería en las esquinas, una puerta con arco de medio punto ligeramente rebajado y decorado austeramente con una arquivolta y capiteles lisos, y con rítmicos vanos de ventanas y balcones. En la actualidad, es la sede del Procurador del Común de Castilla y León(loable institución en un monumento que, quizás, sea inadecuado), pero todos los romeros lo identificaban inmediatamente como su casa, la Casa del Peregrino, denominación cariñosa que la tradición nos legó de uno de los hospitales más admirados a lo largo del Camino Jacobeo y el más importante en la ciudad junto con el de San Antonio: el hospital de San Marcos, el único superviviente de los diecisiete hospitales que acogió León. El actual data de una reforma de finales del siglo XVIII, tal y como indica la cartela situada sobre la puerta de arco de medio punto: “YZOSE ESTA OB(ra) Sº(iendo) P(rior) EL YLLMO(excelentísimo) SR(eñor) D(on) DIEGO GZ (González) DE TENA. AÑO 1791”. Pero su fundación, ligada a la construcción del puente sobre el Bernesga, como fue frecuente en otras alberguerías del Camino Jacobeo, se remonta al año 1152, cuando la infanta Doña Sancha, hermana del rey Alfonso VII, donó una heredad cercana al puente de San Marcos para hacer una iglesia y un hospital para el socorro de los peregrinos a Santiago bajo la administración del Cabildo de la iglesia de León (“ad recipiendum pauperes Christi, ad hedificandos domos et ad morandum ibi servientes ipsius terre”) (Peregrinaciones, II, 1949, 258). En el año 1175 pasó a ser regentado por la Orden de Santiago.


Antiguo hospital de San Marcos

El hospital medieval se encontraba en frente de la fachada actual del convento, y entre ellos discurría el camino francés (Merino, 1974, 235; Campos, 1993, 192, nota 17). Sabemos que fue rehecho salvo los muros en el año 1498 porque se encontraba en un estado de completo abandono, a juzgar por los informes que realizaban los visitadores de la Orden de Santiago. Estaba construido con canto rodado recibido con argamasa en la planta baja y de tapia y ladrillo en la alta, tenía suelos empedrados y techumbres de madera pintada, además de un artesonado ochavado en la iglesia; disponía de dos salas en la planta baja y alta, unidas por una escalera, destinadas a acoger inicialmente doce camas (cifra simbólica que coincidía con el número de los apóstoles, los primeros pauperes Christi), que se ampliaron a diecisiete en 1528, siempre separando los hombres de las mujeres; los lechos eran de madera de roble con cabecero, estaban individualizados por sábanas blancas a modo de cortinas, y disponían en esa fecha de un colchón, una manta blanca, una frazada (manta peluda) y un repostero (un paño). La regla obligaba a los caballeros de la Orden que fallecían en León y Galicia a entregar su cama a este hospital, quedando su memoria registrada en una inscripción sobre el lecho. Una lámpara de vidrio alumbraba el dormitorio por la noche. La casa estaba dotada de un horno; de una gran sala con chimenea; tenía una capilla sobre la puerta de entrada, con un retablo pintado con temas de la Asunción de la Virgen y las historias de la Magdalena y de Santiago; la vivienda del hospitalero se situaba en la planta alta, con cocina y horno; y en la parte trasera existía un corral con un pozo, un establo y pajar, que se continuaba con otros corrales y prados cerrados. Además del hospitalero, una señora se encargaba de las tareas de limpieza de la casa y de la ropa (Peregrinaciones, III, 1949, Apéndices dóc. 70, 71 y 72). El hospital nuevo, que fue muy transformado en la planta baja cuando se instalaron las cuadras de la Remonta del Ejército, tenía una gran sala en el piso alto, de 14 por 35 metros, dividida en dos por un muro, con una chimenea al fondo (Peregrinaciones, I, 1949, 370 y 371).

Según nos narra en 1670 el peregrino y sacerdote boloñés Domenico Laffi, el hospital de San Marcos era recomendado para la ida a Santiago (el de San Antonio lo aconsejaba Manier para el regreso), señala que daban a los peregrinos la “passada”, es decir una libra de pan, y que le marcaron el palo del bordón con el fin de controlar que los huéspedes no estuvieran más del tiempo reglamentario, normalmente tres días en verano y cinco noches en invierno (Casado y Carreira, 1985; Peregrinaciones, I, 1949, 313).

Si esta alberguería era de apariencia sencilla y sobria, el convento de San Marcos, hoy hostal, deslumbra al peregrino, ya que, no en vano, es una obra señera del plateresco español, al lado de una iglesia, orientada contra rito con la cabecera al norte, que testimonia los últimos alientos del estilo gótico hispanoflamenco. Sus orígenes se remontan al citado año de 1152 y al patronazgo de Doña Sancha, quien cedió un terreno al arcediano Arias para que, además del hospital, levantara una iglesia y unas casas para vigilar el puente. En el año 1172 se funda un convento de clérigos regulares de San Agustín bajo la advocación de San Marcos que, en realidad, fue un monasterio propio bajo la dotación y administración de Suero Rodríguez y otros caballeros leoneses. Tres años después, en 1175, este noble debió ingresar en la Orden de Santiago y donó a dicha institución el convento, pasando los caballeros y clérigos regulares a constituirse, respectivamente, en el brazo armado y religioso de la nueva Orden. A partir de ese momento, los conventos de Santiago de Uclés y de San Marcos de León se convirtieron en las cabezas de la orden santiaguesa en Castilla y León, disputándose la preeminencia, la cual se autoatribuyó San Marcos, tal y como lo pregona la inscripción situada en el extremo oeste de la fachada: PRINCIPIUM ORDINIS S. JACOBI. El poderío económico y dominial que fue adquiriendo la Orden de Santiago llevó al rey Fernando, después apodado “el Católico”, a hacerse con su pleno control y proclamarse en 1476 Gran Maestre. Este cambio político animó la construcción de un nuevo convento desde 1515, cuyo maestro de obra fue Juan de Orozco hasta 1539, fecha en la que, tras su fallecimiento, fue sustituido por Martín de Villarreal, al tiempo que Juan de Badajoz el Mozo se hacía cargo de la obra de la sacristía; junto a ellos trabajaron un grupo de grandes escultores como Juan de Juni y Guillén Doncel, entre otros, en la fachada y dependencias y en la sillería coral. En 1541 se consagró el edificio, aunque estaba inconcluso en su mitad occidental, por lo que la comunidad lo abandonó en 1560 trasladándose a Calera y a Mérida; retornaron en 1602 y se reemprendieron las obras a partir del último tercio del siglo XVII, las cuales se concluyeron (el claustro y el costado cercano al río) en 1715, a cargo de Martín de Suinaga, acompañado de escultores como Bivero y otros. Durante gran parte de estos doscientos años, el convento medieval convivió con el renacentista. (Campos, 1993, 189-199).

La biografía de la Orden de Santiago, como las demás Órdenes Militares de España, concluyó en el año 1836. Desde ese momento, el edificio fue destinado a múltiples y cambiantes fines: centro de Enseñanza Media; escuela de Veterinaria (1852); Colegio de Jesuitas (1859-68); hospital (1870 y 1874); pabellón de Voluntarios del Ejército (1871); Colegio de P.P. Escolapios (1879); oficinas del Estado Mayor del 7º cuerpo del Ejército (1893-94); Depósito de sementales del ejército (1899) (Campos, 1997, 11-13,) y vergonzante cárcel franquista durante la Guerra Civil. El 6 de junio de 1869 se inauguró el Museo Provincial, uno de los más antiguos de España, que ocupó parte de sus dependencias y acoge una de las mejores colecciones de epigrafía romana del país y piezas únicas, de prestigio mundial, como la cruz votiva de Santiago de Peñalba y el Cristo de Carrizo. En el año 1963 gran parte del antiguo convento fue destinado a hotel.

Escudo de la Orden de Santiago

Perdido definitivamente el uso del hospital, al peregrino actual le queda admirar la belleza de este monumento; detenerse en los detalles escultóricos de su fachada repleta de grutescos y salpicada de inscripciones con el nombre del arquitecto (Horozco, en la hornacina baja de la torre este) y las fechas de la obra (como las de 1537 y 1711 situadas en las ventanas bajas que enmarcan la portada del convento); identificar cada uno de los medallones que ornan el zócalo, que pretenden enraizar la nueva monarquía de los Austrias con los héroes de la mitología clásica y con los reyes hispanos medievales; recorrer su claustro y dependencias, y disfrutar del conjunto iconográfico de la sillería coral. La portada de la iglesia es un guiño iconográfico al peregrino: una estatuilla de San Roque en la hornacina derecha de la torre sur; calabazas y bordones decoran los baquetones del arco carpanel exterior, y, sobre todo, la multitud de conchas que la revisten. La concha es la insignia más genuina del romero (pectem jacobeus). Las conchas tienen un origen pagano (la concha de Venus) y se utilizaban como elemento protector e identificaban al romero que había culminado el Camino. Este tapiz de veneras le hace recordar aquella leyenda en la que un príncipe peregrino cayó al mar cuando se desvocó su caballo, y Santiago los salvó, emergiendo el equino cubierto completamente de conchas (Peregrinaciones, 1949, I, 129-136).

Como sucedía en la catedral, son numerosas las imágenes de Santiago como peregrino y caballero, acompañado por las veneras o la cruz de Santiago, signo de la Orden. La ventaja que aquí tiene el viajero es que puede consultar la mayoría de estas obras en una publicación dedicada a Camino de Santiago en el Museo de León (Grau, 1999).

 

Santiago Matamoros en la portada principal de San Marcos.
Santiago Matamoros en la portada principal de San Marcos


Una de las imágenes jacobeas más espectaculares orna la portada barroca principal: un dinámico altorrelive del apóstol Santiago a caballo en la batalla de Clavijo aplastando a los infieles, inscrito en una hornacina avenerada de arco trilobulado. Santiago ocupa este emplazamiento privilegiado porque es el titular de la Orden de la Espada y su iconografía caballera se identificaba plenamente con la función de los “soldados de Cristo” santiaguistas.

Santiago Peregrino en la iglesia de San Marcos

Ya en el interior de la iglesia, en la portada plateresca que da acceso al claustro, situada en el muro oeste del transepto, y construida entre 1528 y 1538 (Campos, 1993, 201), se representa a Santiago peregrino en una hornacina avenerada, al lado de la Virgen y San Agustín, remarcando el carácter de asistencia a los peregrinos que tenía la Orden de Santiago. Es una de las imágenes más interesantes por su riqueza iconográfica, aunque su composición general es semejante al Santiago peregrino de la capilla de la Virgen del Camino de la catedral: de edad madura y rostro barbado, tiene la pierna izquierda doblada; viste túnica más corta que aquél, se cubre con capa y va descalzo; el sombrero, echado sobre la espalda y sostenido por un barboquejo, se decora con conchas en su interior; portaba bordón en la mano izquierda (perdido), levantada a la altura de la cabeza; y tiene el libro abierto sobre su derecha; lleva amplio zurrón con solapa de cierre sobre su costado izquierdo, sostenido por una correa que le cruza el pecho; se ciñe un cinturón de cuero del que cuelgan una venera y un gran rosario, motivo éste infrecuente en la iconografía de la ciudad.

 

En la primera sacristía, el apóstol es el protagonista iconográfico del retablo pétreo: su busto está representado en un medallón situado a la izquierda de la hornacina, con el sombrero decorado con una venera; en el cuerpo rectangular superior se esculpe la batalla de Clavijo y en el tímpano semicircular que remata el retablo, hay otro busto de Santiago portando la cartela TIMOR MORISCO, relieves con los que se trata de resaltar la coincidencia de Santiago apóstol con la Orden de Caballería como defensora de la fe. Su presencia remarca el carácter de la orden militar santiaguista.

El coro y sillería de San Marcos proporcionan al romero un conjunto de imágenes santiguesas que le permiten completar la visión iconográfica de Santiago como peregrino y caballero, además de dos representaciones de la batalla de Clavijo. Las puertas del coro le deparan las primeras imágenes enfrentadas en dos medallones de piedra tallados en altorrelive. Uno es un busto corto, situado sobre la puerta de entrada, donde se representa completamente de perfil, con una mano que sostiene el bordón rematado en bola y un sombrero de ala aplastada sobre la frente y extendida por detrás, que está decorado con venera y bordoncillos en aspa. El otro es un Santiago caballero que está colocado sobre la puerta de enfrente y rodeado por cuatro cabezas de ángeles: viste cota de mallas y capa al viento, sombrero del mismo tipo que el anterior; porta pendón en la izquierda con la cruz de Santiago y blande espada en la derecha; el peto del caballo está recubierto por completo de conchas y hay dos musulmanes bajo sus cascos. La bóveda completa las imágenes de Santiago en un medallón del último tramo, a la izquierda: un busto en altorrelieve policromado, en el que lleva el sombrero sobre la espalda, con los mismos adornos, y un bordón moldurado con calabaza.

Santiago peregrino en la sillería de San Marcos.
Foto Museo de León

La sillería aporta otras obras de gran valía artística, algunas ejecutadas por el prestigioso Juan de Juni cuando trabajó en San Marcos. Una imagen de Santiago el Mayor como peregrino ocupa un emplazamiento principal a la izquierda de Cristo con el Niño, que tiene al otro lado, a San Pedro. Es obra de Juan de Juni (Oricheta, 1997, 171 y 172) tallada en un respaldar de la sillería alta, con una composición novedosa: hercúleo pero de aspecto cansado, se apoya en un bordón moldurado que sujeta con firmeza a la altura de su cabeza mientras lee un libro colocado a distancia sobre una roca, a cuyo lado reposa una calabaza; viste túnica y capa cruzada sobre el hombro izquierdo, como es habitual en el siglo XVI y va descalzo; el sombrero, que reposa sobre su espalda y se sujeta con un barboquejo, está decorado en el ala con una venera central, enmarcada por dos bordoncillos en aspa y dos insignias de conchas en los extremos; debajo, la inscripción S. IACOB MAIOR y tres personajes, uno con sombrero decorado con venera (?). En el cerramiento lateral se talla la batalla de Clavijo: Santiago, con la cabeza desproporcionada de canon, viste de romano con la capa al viento; blande una espada curva árabe y en la otra mano el pendón con la cruz de la Orden de Santiago; su caballo aplasta a un enemigo y el resto del ejército huye asustado. En el cerramiento del lado del Evangelio se representa a San Roque: hercúleo y enérgico; viste túnica corta y capa y calzas en los pies; con la mano derecha recoge la túnica y muestra el bubón; porta bordón moldurado y zurrón en el costado; le acompañan un ángel que le entrega una flor curativa y el perro ofreciéndole el pan en la boca.

Peregrinos ante el altar de Santiago,
Maestro de Astorga. Foto Museo de León

El recorrido por el claustro le depara al romero, además de un excepcional altorrelieve de un Nacimiento con perpectivas renacentistas impecables, dos medallones en las bóvedas con representación de Santiago peregrino: uno en la galería norte, en el segundo tramo, obra del siglo XVII, donde lleva sombrero con ala extendida por delante y por detrás, se cubre con capa decorada con una concha en el cuello y porta bordón moldurado; el otro, de igual iconografía e inscripción S.JAGO, en la galería oeste, en el tercer tramo a partir de la puerta que da acceso al hotel. En esa misma crujía y colocada sobre el antepecho, se encuentra una gran escultura de bulto redondo procedente de la catedral, de los siglos XVII-XVIII, de Santiago peregrino, sin sombrero, con bordón (perdido), libro y, como novedad iconográfica, una calabaza colgada del cinto.

 

La visita del Museo proporciona al peregrino otras representaciones jacobeas que, dado que están estudiadas y publicadas detenidamente (Grau, 1999 y González Chao, 1995), sólo mencionamos: dos esculturas de bulto redondo de la segunda mitad del XV de Santiago peregrino, una de caliza y otra de madera tallada, ésta de Santiago como doctor; un óleo sobre tabla de San Juan y Santiago, realizado por Juan Rodriguez Solís a comienzos del siglo XVI; un óleo sobre lienzo de la segunda mitad del siglo XVII de un Santiago peregrino, anónimo. Y una obra de gran interés iconográfico de tema jacobeo: “Peregrinos ante el altar de Santiago”, óleo y temple sobre tabla del Maestro de Astorga y su círculo, de hacia 1530, que fue encargado por la cofradía de “pelliteros” o boteros para su capilla o ermita de Santiago en la ciudad de Astorga. En esta tabla se representa un grupo de peregrinos con sus atuendos romeros, acompañados del bordón, calabazas y rosarios, que han culminado su viaje y están en la girola de la catedral de Santiago ante la imagen del Apóstol: unos rezan, otros charlan, algunos contemplan al Santo y uno duerme al igual que su perro por el cansancio del camino (Grau, 1999, 30-32). Completan el conjunto una serie de tres lienzos del siglo XVI con la historia de la vida de Santiago apóstol, no peregrino.

Antes de proseguir su camino, los romeros debían tomar una decisión en San Marcos: ir a Santiago por el oeste o por el norte. El dilema se sintetizaba en el adagio conocido por ellos: “Quien va a Santiago y no al Salvador, sirve al criado y deja al Señor”. San Marcos fue y es, pues, una encrucijada en los caminos de peregrinación como lo recordaba el romero Guillaume Manier en 1726: “Después de esto fuimos a buscar la pasada al hospital de San Marcos, ante el que se encuentra una cruz, de la que se habla en la Chanson de Saint Jacques, donde los peregrinos eligen el camino de la derecha o el de la izquierda, aunque los dos van a Santiago; el de la derecha lleva también a San Salvador“(Casado y Carreira, 1985, 64). La chanson tradicional del Cancionero francés decía: “Quand nous fûmes hors de la ville/nous nous assimes tous ansamble/prés de une croix,/il y a un chemin à droit/ l’autre à gouche:/ l’un mene a Saint-Salvateur,/l’autre a Monsieur Saint-Jacques“ (Cuando estuvimos fuera de la ciudad| nos reunimos todos juntos| cerca de una cruz| hay un camino a la derecha| otro a la izquierda:| uno lleva a San Salvador| el otro al Señor Santiago) (Viñayo, 1992, s.p.). Para tomar el Camino del Norte o la peregrinación a San Salvador de Oviedo, el romero partía por el lado oriental del Hospital, siguiendo la margen izquierda del río Bernesga, a través de la antiguamente llamada “cal de peregrinos” y actualmente Avenida de los Peregrinos (Viñayo, 1999, 181), por la que llegaría a Carbajal de la Legua, valle del Gordón y puerto de Pajares. El romero del Norte también podía enlazar con ella en La Robla, tras cruzar el puente de San Marcos, siguiendo a la derecha por el barrio de Pinilla hacia Lorenzana, Campo de Santibáñez y la Seca (Valderas y Rubio, 1993, 13). Existía también una tercera posibilidad: tomar un camino que salía de Puerta Castillo (la puerta septentrional del recinto amurallado romano) y se unía al primero a poco más de un kilómetro al norte de San Marcos y que es mencionado en un documento de 1490 ("camino francés que va de puerta castillo a carvajal") (Peregrinaciones, 1949, II, 463 y 464).

Si el romero seguía el camino de Galicia, debía cruzar el Puente de San Marcos. Un puente sobre el Torío le saludó a la entrada de la ciudad y este puente sobre el Bernesga le despedía a la salida. La mención más antigua corresponde a la fecha precitada del año 1152, cuando estuvo bajo la vigilancia del arcediano Don Arias; tres años después ya se le menciona como “opus pontis de Bernesga” y en 1171 el puente figuraba bajo la advocación de San Marcos (Martín, 1977, 21 y 22). Sin duda, la decisión de Fernando II de hacer pasar el Camino Jacobeo por aquí reactivó su importancia. La fábrica actual es renacentista y fue construida por los maestros de obras Felipe y Leonardo de la Cajiga a finales del siglo XVI. Por suerte, no prosperaron los proyectos que pretendieron hacer pasar el ferrocarril de León a Matallana por encima de este puente, en el año 1909, ni el de ampliar su calzada a doce metros, del año 1949, y ha llegado hasta nosotros en su estado original. Es una obra de buena sillería con ocho ojos de bóvedas de cañón apoyados sobre gruesas pilas con tajamares escalonados de planta ojival, y antepecho marcado por una imposta lisa (Fernández, Abad y Chías, 1988, 212-217).

Puente de San Marcos


Traspasado el río, el romero se encuentra en el seno de un barrio, cuyo nombre “El Crucero” es la huella que nos legó su origen jacobeo, pues el viajero está ante la encrucijada de cuatro calzadas (Astorga, Zamora, La Magdalena y León), que fue el motor a partir de las décadas de 1920 y 1940 de su crecimiento urbano desordenado mediante el sistema de parcelaciones particulares. El crucero original ya no se conserva, como tampoco el del Alto del Portillo que recibió al peregrino durante siglos. Los dos tuvieron una estrecha relación histórica, pues, aunque hemos recorrido la ciudad acompañando al peregrino en estas páginas que ya concluyen, hubo romeros que pudieron no haber querido entrar en la ciudad o que se vieron impedidos de hacerlo en las épocas en que había peste y se cerraban las puertas para cualquier viajero. Cuando eso sucedía tomaban una ruta alternativa: desde el puente del Castro se dirigían al puente de Rodrigo Jústez, situado sobre el río Bernesga a la altura de la actual plaza de toros, citado desde 1260 (Álvarez, 1992, 83), aunque su estado maltrecho hizo que se sustituyera más tarde por una barca para pasar el río y, a partir del año 1577, por un nuevo pontón construido por el Ayuntamiento más al oeste (Peregrinaciones, 1949, II, 260); cruzado el río, tomaban un antiguo camino (se conservaba en parte a mediados del siglo pasado) en dirección a Trobajo del Camino (Ídem, 259).

Quizás fue en aquel cruce de calles donde Don Suero de Quiñónes mandó erigir “un faraute de mármol (una escultura de un mensajero) obra de Nicolao Francés, maestre de las obras de Santa María de Regla de León; e le asentaron sobre un mármol, bien aderezados de vestidos e de sombrero, puesta la mano siniestra en el costado, e tendida la mano derecha do iba el Camino Francés, en la cual estaban unas letras que decían: “Por ay van al Passo” (Viñayo, 1992, s.p.).

Trobajo del Camino con su ermita de Santiago, La Virgen del Camino con su santuario, San Miguel del Camino…. El Camino sigue pero su huella queda ya en otros municipios.


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