LA HUELLA DEL CAMINO EN LA CIUDAD DE LEÓN
PASO 5: Barrio de La Puentecilla y Presa Vieja

La presencia de algunos molinos harineros y batanes para enfurtir los paños anunciaban hasta el siglo XX la proximidad de la Presa Vieja o del Obispo (Flórez, 1980, 25 y 26). Era la arteria que regó las tierras y movió los artilugios hidráulicos del este y del sur de la ciudad desde al menos el año 1123, fecha en la que la reina Urraca reconoció al obispo don Diego la potestad sobre ella, ya que éste la había mandado construir derivando el agua de la margen derecha del río Torío frente a Villaverde de Abajo, a unos diez kilómetros de la ciudad. La presa se regía por unas ordenanzas desde 1481, que depositaban la autoridad sobre el buen uso de los riegos en un alcalde y un presero, hasta que en 1848 fueron sustituidos por un Tribunal de Agua. La actividad de esta presa, al igual que la de San Isidro (la otra gran presa de la ciudad, que regaba las tierras occidentales y abastecía al convento homónimo, a los palacios reales de Enrique II de Trastámara y otras casas religiosas), llegó a su fin en 1923, cuando la Sociedad Aguas de León hizo una nueva captación más arriba y el agua empezó a escasear en verano, los cultivos fueron desapareciendo y los molinos cerrando.

La Presa Vieja había favorecido el surgimiento de un núcleo artesanal en el sur de la ciudad desde época medieval, pues junto a los molinos y batanes citados existían forjas y alfares; su desecamiento significó también su ocaso. De cualquier manera, el fin de esta zona artesanal histórica estaba anunciado desde que entró en servicio el ferrocarril en el año 1863, pues en el entorno de la estación, situada al oeste de la ciudad y al otro lado del Bernesga, emergió un nuevo foco de localización industrial, cuando León se incorporaba tímida y tardíamente a los aires de la modernidad.

En los arrabales meridionales

Antes de cruzar la Presa Vieja, el peregrino se encontraba con otra presa menor o acequia que desembocaba en ella, de la que ignoramos cuándo se abrió, pero que está reflejada en un plano de 1825. Suponemos que para salvar el obstáculo de estos canales fue necesario levantar algún pequeño puente. Y creemos que en torno a éste se construyeron algunas casas, que serían las primeras que se encontraban los romeros al llegar a León desde, al menos, comienzos del siglo XV, cuando ya se las denomina la Puentecilla (la Pontezilla). Debía ser una pequeña aglomeración rodeada de tierras de labor y de prados, que nunca llegó a ser denominado barrio y que carecía de parroquia propia, por lo que estaba adscrita religiosa y administrativamente a la iglesia y al barrio del Santo Sepulcro (Álvarez, 1992, 69 y 70). La mayoría eran casas de renta, propiedad del cabildo y de la compañía de Bachilleres de la iglesia catedral de León.

A partir de ahí, el Camino enfila recto hacia el corazón de la ciudad y el peregrino se encuentra inmerso en el actual barrio de Santa Ana, que toma el nombre de la iglesia próxima, pero que en época medieval se denominaba del Santo Sepulcro. En los siglos medievales estaba precedido por el barrio de San Lázaro, de resonancias romeras, y las mencionadas casas de la Puentecilla. En torno a este tramo del Camino Jacobeo se había configurado desde la plena Edad Media, en gran medida gracias a su impulso, uno de los arrabales más importantes de la ciudad. Sin embargo, las condiciones de salubridad de esta zona meridional y extramuros de la urbe no eran buenas, pues las excavaciones arqueológicas muestran espesas capas cenagosas en los niveles medievales que indican la frecuencia de tierras encharcadas a causa de su emplazamiento en la vega fluvial y, consecuentemente, de la altura y superficialidad del nivel freático, además de por la vecindad de la Presa Vieja (Miguel, 1996, 176-178). Este carácter de humedal lo atestigua el término próximo de la “Laguna de San Lázaro”, registrado documentalmente desde 1289 (Álvarez, 1992, 66) y la opinión de la viajera pícara Justina cuando, cruzando el barrio de Santa Ana en busca de una posada, nos dice: “…la mucha humedad del sitio, cuando llegase a la posada nos había de haber nacido berros en las uñas a mi y a la jumentilla.” (La Pícara, 1991, 265).


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