El reconocimiento del trabajo como libertad y, más adelante como derecho, ha dado lugar a una tensión constante desde los tiempos de la Revolución Industrial, época en la que pensadores como John Locke y, más adelante, teóricos de las tesis revolucionarias francesas como Montesquieu y Rousseau hablaron en sus escritos del derecho de los hombres a ganarse la vida mediante su trabajo, y del papel del Estado para garantizar la subsistencia de los ciudadanos con la provisión del trabajo en unos casos y, en otros, contribuyendo a la enseñanza para desempeñar un oficio. No obstante, no es hasta mediados del siglo XIX cuando la consideración del trabajo como derecho –junto con otros derechos desarrollados en el marco del Estado social y la función promocional del Derecho- adquiere mayor relevancia en el debate público.
Los textos constitucionales en España, salvo el actual, se conectan con la corriente liberal que consideraba el trabajo como libertad y no como derecho. A modo de ejemplo, la Constitución canovista de 1876 estableció en su artículo 12: “Cada cual es libre de elegir su profesión y de aprenderla como mejor le parezca (…)”. Con posterioridad, ya en el siglo XX, el texto de la Constitución de 1931 contribuyó significativamente a la protección legal del trabajo –además de definirlo como “obligación social”– (art. 46), pero no llegó a reconocerlo expresamente como derecho.