PASO 18: Calle la Rúa. | ||
A partir de la Plaza de las Concepciones, el romero se adentra en una calle cuyo nombre mantiene resonancias camineras: calle la Rúa, simplificación de la “rua francorum” a partir de avanzado el siglo XIII, cuando disminuyó el número de peregrinos extranjeros. En el siglo XV se denominó Rúa Mayor y acogía buen número de mesones y posadas (García, Nicolás y Bautista, 1992, 49). Tal y como han desvelado las excavaciones arqueológicas, el trazado de esta calle se corresponde con el de una calle romana. La primera mitad de la calle la Rúa, que en el primer tercio del siglo XX se denomina calle Alfonso XIII, ha perdido su morfología histórica. Su anchura actual y el alineamiento de fachadas, en concreto el de su costado izquierdo, son el resultado de la política urbanística de ensanches interiores y nuevos planes de alineación de calles emprendida por el Ayuntamiento desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX en la ciudad de León, con los que se pretendía adecuar los cascos históricos a las nuevas necesidades del tráfico, y en cuya aplicación chocaron el interés público defendido por el organismo municipal con el particular de los propietarios de las casas de la calle (Reguera, 1987, 111-138). El retraimiento de las fachadas del lado izquierdo se comprende bien observando en la cabecera de la iglesia de las concepcionistas la línea original que tenían las casas antiguas, de las que subsiste el recuerdo en algunas portadas y escudos que conservan los nuevos edificios. Esta remodelación comenzó en 1908 y concluyó a principios del siglo XXI, con la casa blasonada. El primer edificio que encuentra el peregrino fue construido por el prestigioso arquitecto leonés Juan Crisóstomo Torbado (información oral de Juan Carlos Ponga) y conserva una portada clásica con arco de medio punto y entablamento, que pudo pertenecer al edificio original preexistente, manierista o neoclásico. La casa que ostenta el escudo barroco fue de la familia de los Obregón, pequeña nobleza citada en la ciudad entre los siglos XVII y XVIII (Cimadevilla, III, 2, 2001, 492-494). Localizado entre ambas casas, se conservaban los restos del palacio de Enrique II de Trastámara, un edificio mudéjar concluido en el año 1377, que fue decorado, a petición del monarca, por alarifes granadinos, de cuyo oficio sólo se conservan algunas piezas sueltas de gran belleza en el Museo de León. La biografía de este palacio estuvo estrechamente vinculada con las instituciones de la ciudad, pues su uso palaciego fue escaso: el rey Carlos I lo convirtió en cárcel pública en el siglo XVI; en la siguiente centuria fue Pósito de granos de la ciudad, sede de las dos salas de la Audiencia y vivienda de los corregidores, para acabar siendo cuartel y fábrica de tejidos en el siglo XIX. Pero, como si la sombra de su promotor, un rey bastardo y fratricida cuyo ascenso al poder dividió a los leoneses, hubiera condicionado su destino, empezó su demolición en 1882 y acabó hace tan sólo varios años, acompañado del silencio administrativo y la indiferencia de los ciudadanos, a pesar de haber sido el único palacio real que conservaba la ciudad y que había llegado, aunque maltrecho, al siglo XXI, después de haberse perdido el de Ramiro II en Palat del Rey y el de Fernando I junto a San Isidoro.
El deterioro urbanístico de la primera mitad de la calle La Rúa culminó en torno en la década de los cuarenta del siglo pasado con la construcción de viviendas militares anejas al Gobierno Militar y en lo años sesenta con el hotel Conde Luna que añadieron un desmesurado volumen y verticalidad a sus edificios y desdibujaron de manera brutal la morfología urbana histórica de esta calle. Las últimas edificaciones que se adecuaron a la nueva alineación se construyeron en los años setenta y en los albores del siglo XXI. A partir de ahí, la Rúa recobra su estrechez antigua y el sabor de una vía mercantil y bulliciosa. Cuando el peregrino se encuentra a la altura de la bocacalle Conde Rebolledo (antiguamente llamada Tripería, y que discurre paralela al costado sur de la muralla romana), que arranca a su derecha, debe tener en cuenta que el final de ella recibe el nombre de calle Azabachería, una denominación íntimamente ligada al peregrinaje. Los azabacheros eran los artesanos que elaboraban las conchas, imágenes-insignias con motivos santiaguistas, bordoncillos, amuletos como las higas y otro tipo de abalorios fabricados en azabache, en estaño, plomo o cobre, con los que los peregrinos decoraban el bordón, el sombrero y la esclavina, y en los que confiaban como protectores para su viaje (Vázquez, Lacarra y Ríu, I, 1948, 134-137) o veían en ellos bondades curativas de raigambre secular, en particular, los fabricados en el negro y puro lignito. Las primeras referencias a los azabacheros en León datan del siglo XIV y debieron alcanzar un mayor desarrollo en el siglo XVI, a juzgar por las impresiones que nos transmite el viajero Antoine de Lalaing, quien acompañaba como chambelán a Felipe el Hermoso en el año 1501: “La ciudad es muy bella y bastante grande y mercantil. La mina de azabache está bastante cerca, y así ganan mucho dinero con los rosarios y Santiagos que allí hacen, pues la mayoría de los que compran los peregrinos en Santiago están hechos en León” (Casado y Carreira, 1985, 112). Aunque la apreciación del noble flamenco es exagerada a juzgar por la contrastada primacía artesanal del núcleo azabachero de Santiago y la incontestada calidad de las minas de Asturias (en particular, de la zona de Villaviciosa), lo cierto es que los azabacheros son relativamente frecuentes en la ciudad en los siglos XVI y XVII y tan numerosos como los joyeros y plateros, tal y como acredita la documentación histórica (Miguel, 1997, 129). En su mayoría se concentraban en esta zona de la ciudad y en torno al barrio de San Martín, “donde solían vivir y viven” reza un documento de 1686 (Ídem), hasta el punto que constituyeron la cofradía gremial de Santa Isabel, con sede en la iglesia de San Martín.
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