El viajero llega por fin a la basílica de San Isidoro, un hito monumental y religioso en su caminar por León. Cuando su mirada recorre el monumento comprueba que el templo está enmarcado por dos obras no románicas que fueron obra de la familia Juan de Badajoz, padre e hijo, con quienes termina en la ciudad de León la arquitectura medieval y comienza la renacentista: la nueva cabecera del gótico hispanoflamenco, que sustituyó el ábside central y semicircular por uno más amplio rectangular, fue obra de Juan de Badajoz, el Viejo, en el año 1513 (Merino, 1974- 163-165) y la librería plateresca erigida a los pies del templo, la construyó seguramente su hijo, Juan de Badajoz, el Mozo, y estaba finalizada en torno a 1534 (Campos, 1993, 407-409). Repara ahora el romero en dos elementos ligados directamente con su peregrinaje: la portada románica del Perdón y la escultura de San Isidoro caballero que remata la peineta barroca de la portada del Cordero.
Las esculturas del tímpano de la fachada sur del transepto reflejan la influencia de la nueva estética románica que había introducido el maestro Esteban en el Pórtico de Platerías de Santiago de Compostela, al igual que la planta y el alzado del templo corresponden a la tipología arquitectónica que se extendió a lo largo del Camino Jacobeo desde Jaca y Pamplona hasta el templo del Apóstol. Esta nueva estética que recorría el Camino en sentido de ida y de vuelta se nutrió del triple impulso que le proporcionaron los monjes cluniacenses, la reforma gregoriana de la liturgia y el culto a las reliquias, y se financió con el patrocinio económico del poder real, que en aquellos años se abastecía en gran parte de los recursos extraordinarios procedentes de las parias que pagaban los musulmanes de al-Andalus a los reinos cristianos del norte. León, como es natural para la que era sede de la Corte del reino, fue un hito en la fijación del nuevo estilo internacional europeo en las tierras de los reinos hispanos de occidente y San Isidoro sirvió como laboratorio crucial del nuevo arte, en arquitectura, pintura y eboraria. El viejo templo de estilo asturiano que había erigido Alfonso V y mejorado Fernando I durante la primera mitad del siglo XI y que estuvo consagrado bajo la advocación de San Juan Bautista y San Pelayo, de quien se observa una escultura enmarcando la portada del Cordero, fue transformado en una iglesia de estilo románico en tres etapas sucesivas: el temprano Panteón de reyes erigido por Urraca en la década de los ochenta, seguido de la primera fase de la iglesia románica, que tenía un transepto saliente y cubierta de madera en las naves, y la obra definitiva, de Alfonso VII y Sancha, en la primera mitad del siglo XII (la iglesia se consagró en 1149), en la que intervino el arquitecto alemán Petrus Destamben, que le dio el aspecto que hoy tiene, con triple ábside, transepto marcado en planta y abovedamiento integral (Fernández, 1992 y Bango, 1992, 228-233).
La visita del monumento es inexcusable para el peregrino por muchas razones: por las excepcionales pinturas del Panteón (del primer cuarto del siglo XII), ya que es infrecuente en Europa que tanta calidad se pueda contemplar in situ; por el genuino conjunto arquitectónico de tradición hispánica que forman el panteón, el pórtico lateral corrido y la cámara regia, construidos cuando el culto se realizaba en la iglesia de tipo asturiano; por la huella andalusí en algunos arcos del templo que nos indica la permeabilidad cultural entre los enemigos cristianos y musulmanes; por la singularidad de dos piezas expuestas en el claustro: la campana de San Lorenzo, una de las más antiguas de España en su tamaño (año 1086) y que sonó durante casi ochocientos años y el gallo de la veleta de la torre, una pieza única recientemente valorizada, para la que se ha propuesto una cronología del siglo VII y una procedencia oriental y que llegaría aquí como pago de parias. Pero lo que no encontrará aquí el romero es la imagen de Santiago porque su protagonismo enmudeció ante San Isidoro. De hecho, sólo hay una imagen de Santiago peregrino (excepción hecha de la representación de Santiago apóstol pintada en la bóveda de la Última Cena del Panteón), que está localizada en la predela del retablo del gótico final, que fue trasladado aquí en el siglo XX desde la iglesia de Santo Tomás de Pozuelo de Campos (Pérez, 1927, 220): un busto con la cabeza ladeada, túnica que deja al descubierto el hombro derecho, sombrero de ala vuelta íntegramente, con venera enmarcada por bordoncillos en aspa, bastón moldurado y libro sobre la repisa. Incluso, la Portada del Perdón que muchos peregrinos creen que se abre en los años santos compostelanos, en realidad, tan sólo acontece en determinadas fechas establecidas por la Santa Sede (conmemoraciones de San Isidoro o de Santo Martino), y es entonces cuando operan las indulgencias a aquéllos que la crucen.
La llegada aquí de los restos del Santo Doctor en el año 1063 estuvo envuelta en una historia fantástica que debe enmarcarse en el contexto histórico de la exaltación de las reliquias propias de la época y en el programa de reforzamiento del prestigio del monarca de origen navarro. El rey Fernando I había reclamado al taifa de Sevilla, su vasallo, el cuerpo de la mártir Santa Justa y para recogerlo envió una embajada de nobles y obispos, entre ellos el prelado de León, Alvito, quien, en medio de un periodo de intenso ayuno y oración, tuvo una visión en la que San Isidoro le dijo que la voluntad divina pedía que su cuerpo fuera trasladado a León en sustitución del de la mártir romana; le indicó el lugar donde lo encontraría y le anticipó que, cumplida esa misión, moriría pronto. Y así debió suceder o, al menos, a de esa manera lo relataron las crónicas (Risco, 1784, XXXV, 86-95). La corte recibió con todo boato los restos y el templo cambió su advocación por la de San Isidoro y ese mismo año se trasladaron a León desde Ávila las reliquias de San Vicente.
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San Isidoro como émulo de Santiago Matamoros |
La eficacia milagrera del Santo fue creciendo y paralíticos, sordos y mudos, e incluso, el infante Don Sancho, hijo de Fernando II, fueron curados por su intercesión. Pronto, su protección se extendió a los ejércitos cristianos y se convirtió en el sucesor de Santiago y en el émulo de San Millán, a raíz de otra historia maravillosa, como la califica el P. Risco. Sucedió en la conquista de la ciudad musulmana de Baeza por el emperador Alfonso VII (1147) y fue narrada por Lucas de Tuy a comienzos del siglo XIII: San Isidoro se le apareció al monarca en sueños y le garantizó el éxito en una batalla que daba por perdida, diciéndole: “Yo soy Isidoro, Doctor de España, y sucesor por gracia, y predicación del Apóstol Santiago, cuya es la mano derecha que ves andar conmigo para vuestra defensa”. Al día siguiente, San Isidoro se hizo presente en el campo de lucha “en un caballo blanco, teniendo en una mano la espada y en otra una Cruz, y sobre él la diestra del Apóstol Santiago empuñando también una espada para muerte, y terror de los infieles”, y la victoria fue inmediata (Risco, 1784, XXXV, 200 y 201; Rodríguez, 1972, 34-44). Este acontecimiento convenció al que se autocalificaba de emperador y accedió a una solicitud de su hermana Sancha, profundamente devota del santo hispalense: que los canónigos regulares del monasterio de Carvajal se trasladaran a San Isidoro para atender sus reliquias en sustitución de las monjas de San Pelayo (Risco, 1784, XXXV, 203-204). La iconografía de San Isidoro caballero quedó fijada tal y como narraban las crónicas en el Pendón de Baeza conservado en el Museo de la colegiata, un bordado de seda y oro ejecutado hacia finales del siglo XIII o con más probabilidad en el siglo XIV (Partearroyo, 2001, 108). Siglos después, el cabildo decidió que la imagen escultórica de San Isidoro Matamoros coronara la peineta barroca de la portada del Cordero, de autoría y fecha desconocida, aunque se ha atribuido a Pedro de Valladolid, que trabajaba en aquellos tiempos en la colegiata, y debió ejecutarse hacia la década de los cuarenta del siglo XVIII (Llamazares, 1990, 233 y Morais, 2000, 268).
Los peregrinos del pasado también protagonizaron algún episodio fantástico que testimonia la fiebre por las reliquias en los siglos medievales, en particular un joven romero alemán. Un relato del siglo XIII cuenta que un clérigo de mala vida tuvo la opción de resucitar durante tres días para reconciliarse con Dios, tras los cuales debía ser enterrado en una determinada sepultura propuesta por San Isidoro. Pero, nadie del pueblo y del clero era capaz de localizarla hasta que se escogió a ese muchacho alemán que hacía la romería a Santiago para que arrojara una piedra al azar en el claustro. Y acertó, porque en ese lugar aparecieron las señales que había propuesto el Santo Doctor (Vázquez de Parga, Lacarra y Uría, 1949, II, 250).
De la importancia adquirida por las reliquias en los siglos medievales da testimonio el extraordinario conjunto de arcas y arquetas donde se guardaban y que están expuestas en el Museo de San Isidoro: el Arca de los Marfiles, donada por los reyes Fernando y Sancha en el año 1059, que acogió las reliquias de San Juan Bautista y de San Pelayo, el niño mártir de Córdoba, sustituidas después por las de San Vicente, y que es un muestra del alto nivel artístico del taller leonés de eboraria; el Arca de San Isidoro, obra en madera chapada de plata sobredorada, que en su origen se encontraba en el interior de otra arca más grande de madera revestida de oro, y que fue encargada por Fernando I a un maestro centroeuropeo establecido en la corte para custodiar en su interior los restos del santo (Astorga, 1990); el Arca de los esmaltes, en la órbita del taller de Limoges; y otras numerosas arquetas de marfil y de plata nielada alto y pleno medievales.
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